Roderick Gordon - Brian Williams
Túneles
—No quiero morir —dijo Cal con voz débil—. No de esa manera. —Se quitó las
gafas y miró a Will a los ojos, implorante.
Las cosas no se iban a arreglar. Will no podía soportar mucha más presión. Negó
con la cabeza. «¿Qué puedo hacer? No puedo dejar allí a Chester. No puedo. No lo
haré.»
Más tarde, mientras Cal y Bartleby pasaban el rato delante de la tele viendo
programas infantiles y comiendo patatas fritas, Will no pudo resistir la tentación de
bajar al sótano. Tal como se imaginaba, al retirar los estantes no encontró ni rastro del
túnel. Hasta se habían tomado el trabajo de pintar los ladrillos nuevamente colocados
para que no se notara nada diferente al resto de la pared. Sabía que detrás de esa
pared habrían metido el acostumbrado relleno de tierra y piedras. Habían hecho el
trabajo muy bien. No serviría de nada pasar allí más tiempo. De vuelta a la cocina,
hizo equilibrios sobre un taburete para buscar algo entre los tarros que había en las
baldas superiores de los armarios. En un tarro de miel de porcelana encontró el
dinero que su madre guardaba para alquilar vídeos: eran unas veinte libras en
monedas.
Estaba en el recibidor, de paso hacia la sala de estar, cuando empezó a ver
diminutos puntos de luz bailando ante sus ojos, y por todo el cuerpo notó pinchazos
ardientes. Entonces, sin más aviso, sus piernas dejaron de sostenerlo. Dejó caer el
tarro del dinero, que pegó en el borde de la mesa del recibidor y se hizo añicos; las
monedas quedaron esparcidas por el suelo. Al caer, tuvo la sensación de que lo hacía
en cámara lenta. Sintió un terrible dolor en la cabeza hasta que todo se oscureció y
perdió la conciencia.
Al oír el ruido, Cal y Bartleby salieron corriendo de la sala de estar.
—¿Qué ocurre, Will? —gritó el chico arrodillándose junto a él.
Will volvió en sí poco a poco, notando dolorosas palpitaciones en las sienes.
—No lo sé —dijo con debilidad—. De pronto, me sentí fatal.
Empezó a toser, y para dejar de hacerlo tuvo que contener la respiración.
—Estás ardiendo —dijo Cal palpándole la frente.
—Estoy helado... —explicó Will con dificultad. Los dientes le castañeteaban. Hizo
un esfuerzo por levantarse, pero no lo consiguió.
—¡Dios mío! —El rostro de Cal expresó una inmensa preocupación—. Podría ser
algo de la Ciudad Eterna. ¡La plaga!
Will se quedó en silencio mientras su hermano lo arrastraba hasta la escalera y le
apoyaba la cabeza en el primer peldaño. Fue a buscar la manta de viaje y lo tapó con
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