Tuneles Roderick Gordon 1 Túneles | Page 261

Roderick Gordon- Brian Williams
Túneles
—¡ Dios mío, lo siento!— tartamudeó Will, lamentándose de su falta de delicadeza y tirando de las cortinas para volver a correrlas—. ¡ Me había olvidado por completo!
Ayudó a sentarse a su hermano. Estaba gimiendo de forma apenas audible tras el cojín, empapado en lágrimas. Se preguntó si los ojos de Cal y los de Bartleby llegarían a adaptarse a la luz natural. Aquél era un nuevo problema con el que no había contado.
— No me he dado cuenta, perdona— dijo lamentando no poder hacer nada—. Eh... Te voy a buscar unas gafas de sol.
Empezó a rebuscar por los cajones del dormitorio de sus padres, sólo para descubrir que estaban vacíos. Al mirar el último cajón, sacó una bolsita de lavanda que se consumía dentro del envoltorio de un regalo barato de Navidad que su madre usaba como papelera, y se lo acercó para aspirar el familiar aroma. Cerró los ojos mientras el olor invocaba vívidamente la imagen de su madre. Se imaginó que adonde quiera que hubiera ido para recuperarse, para entonces ya estaría tratando al resto de los pacientes como si fuera la dueña y señora del lugar. Podía apostar a que se habría adueñado de la mejor butaca de la sala de televisión y habría conseguido que alguien le llevara a intervalos regulares una taza de té. Sonrió. Por una parte, era muy probable que fuera más feliz aquellos días de lo que había sido durante años. Y también estaría más segura en caso de que los styx quisieran hacerle una visita.
Sin razón especial, mientras revolvía en una mesita de noche, pensó en su madre auténtica. Se preguntó dónde estaría en aquel momento, si es que seguía viva. Era la única persona que en la larga historia de la Colonia había escapado de los styx con vida. Al mirarse en el espejo, compuso un gesto de determinación con la mandíbula. Bien: ya había dos Jerome más que ostentaban esa distinción.
Encontró lo que buscaba en una balda alta del armario de su madre: unas gafas de sol de plástico que ella se ponía en las raras ocasiones en las que salía a la calle en verano. Volvió donde estaba Cal, que en la sala a oscuras miraba la televisión con los ojos entrecerrados, y estaba completamente absorto con el programa matutino de entrevistas en que el presentador, obsequioso y siempre bronceado, rezumando sinceridad por los cuatro costados, consolaba a la inconsolable madre de un drogadicto adolescente. Cal seguía teniendo los ojos enrojecidos y húmedos, pero no dijo nada, y naturalmente no apartó la mirada de la pantalla mientras Will le colocaba las gafas en la cabeza, enganchando una goma en las patillas para sujetarlas.
—¿ Mejor así?— preguntó.
— Sí, mucho mejor— dijo Cal, ajustándoselas—. Pero tengo mucha hambre— añadió, frotándose el estómago—. Y frío.— Y castañeó los dientes para demostrarlo.
— Lo primero una ducha, me parece. Eso te hará entrar en calor— dijo Will mientras levantaba el brazo para descubrir el olor acumulado por el sudor de varios días—. Y ropa limpia.
261