Roderick Gordon - Brian Williams
Túneles
atrevido a hablar, pero no hubo indicación alguna por parte de los styx de que
hubiera ocurrido nada fuera de lo ordinario.
Y en cuanto a Tam, decir que estaba también anonadado sería decir muy poco. ¿Se
suponía que tenía que responder a aquella niña? Como no lo hizo de inmediato, ella
repitió la orden, y su dura vocecita sonó como un látigo:
—¡Le hemos preguntado que si lo ha comprendido!
—Sí —balbuceó Tam—. Lo he entendido perfectamente.
Desde luego, no se trataba de un fallo definitivo, pero significaba que viviría en
una especie de limbo hasta que decidieran si quedaba absuelto o... En fin, en la
alternativa era mejor no pensar.
Cuando un hosco agente se presentó para escoltarlo al exterior de la sala, Tam no
pudo dejar de notar la aduladora mirada de felicitación mutua que se intercambiaron
Rebecca y Crawfly.
«¡Vaya, que me aspen si no es su hija!», pensó Tam.
Will se despertó sobresaltado por el sonido atronador de la televisión. Se sentó en
la butaca. De manera automática, buscó a tientas el mando a distancia y bajó el
volumen. Hasta que miró a su alrededor no comprendió del todo dónde se
encontraba, y cómo había llegado allí. Estaba en casa, en una sala que conocía
perfectamente. Aunque se sintiera amenazado por la inseguridad con respecto al
inmediato futuro, tenía por primera vez en mucho tiempo cierta capacidad de influir
en su propia vida, y eso le hacía sentirse muy bien.
Flexionó los brazos y las piernas, que tenía entumecidos, respiró hondo varias
veces, y tuvo un acceso de tos seca. Pese a que se moría de hambre, se sentía algo
mejor que el día anterior: el sueño le había resultado reparador. Se rascó, y luego se
estiró un poco el enmarañado pelo, que estaba tan sucio que ya no era
completamente blanco.
Se levantó de la butaca y se dirigió con torpeza hacia las cortinas para separarlas
unos centímetros y dejar pasar el sol de la mañana. Era luz de verdad. Resultaba tan
agradable y acogedora, que las abrió más.
—¡Demasiada luz! —chilló Cal varias veces, enterrando la cara bajo un cojín.
Bartleby, despertado por los gritos del chico, abrió los ojos y corrió a esconderse
de la luz; retrocedió con sus largas patas hasta que encontró refugio detrás del sofá.
Allí se quedó, ocultándose del sol y emitiendo un sonido que se encontraba a mitad
entre un maullido suave y un simple silbido.
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