Roderick Gordon - Brian Williams
Túneles
Pero Will ya se había metido por la abertura y había empezado a bajar. Tras un
par de metros de descenso, el agujero continuaba en ángulo recto.
—Tengo otro para ti —dijo desde dentro de la abertura, poniéndose un casco
amarillo y encendiendo la lamparilla de minero que tenía en la parte frontal. La luz
incidió sobre Chester, que vacilaba indeciso—. Bueno, ¿bajas o qué? —preguntó con
irritación—. Fíate de mí, no hay ningún peligro.
—¿Estás seguro?
—Naturalmente —respondió Will, dándole una palmada a un soporte que tenía a
su lado y sonriendo para inspirar confianza a su amigo. Siguió sonriendo cuando,
fuera de la vista de Chester, le cayó en la espalda una pequeña cantidad de tierra—.
Esto es tan seguro como una casa. En serio.
—Bueno...
Una vez dentro, Chester se quedó demasiado sorprendido para poder hablar. De
allí partía un túnel de dos metros de ancho y otro tanto de alto que se internaba en la
oscuridad con una leve inclinación. Los lados estaban asegurados con viejos puntales
de madera dispuestos a cortos intervalos. Parecía, pensó Chester, exactamente como
aquellas minas de las antiguas películas de vaqueros que ponían en la tele los
domingos por la tarde.
—¡Pero esto es genial! ¡Esto no lo has hecho tú solo, es imposible!
Will sonrió con satisfacción:
—Por supuesto que sí. Me he dedicado a ello desde el año pasado. Y aún no has
visto ni la mitad. Ven por aquí.
Volvió a colocar la tabla de contrachapado, sellando la entrada del túnel. Con
sentimientos encontrados, Chester vio desaparecer la última franja de cielo azul.
Avanzaron por el pasaje subterráneo entre montones de tablas y puntales puestos
desordenadamente a los lados.
—¡Aaah! —exclamó Chester en voz baja. De repente, el túnel se expandió hasta
convertirse en un espacio del tamaño de una sala, de la que se bifurcaban dos túneles
en cada extremo. En el medio había una pila de espuertas, una mesa de caballetes y
dos armarios viejos. El encofrado del techo estaba soportado por filas de oxidados
puntales Stillson, que eran unas columnas de hierro extensibles.
—Hogar, dulce hogar —dijo Will.
—Esto es... una pasada —dijo Chester sin creer lo que veía. A continuación frunció
el ceño—. Pero ¿de verdad que no corremos ningún peligro?
—Claro que no. Mi padre me enseñó a apuntalar. No es la primera vez que lo
hago... —Will dudó, y se contuvo justo antes de mencionar la estación de tren que
había descubierto con su padre. Chester lo observó con recelo para disimular el
silencio en que se habían sumido. Will le había jurado a su padre que mantendría el
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