Roderick Gordon - Brian Williams
Túneles
transcurso del día. Pero se sentía particularmente triste aquel día y quería darse un
caprichito, así que rasgó el papel en un santiamén y le arrancó a la barrita un buen
bocado.
Justo entonces sonó el timbre de la entrada y Osear Embers entró golpeteando el
suelo con su par de bastones. El antiguo actor de teatro, que contaba ya ochenta años
de edad, se había convertido en un apasionado del museo, y después de donar a los
archivos varias fotos suyas dedicadas, se había apuntado en el turno para cuidarlo
los sábados por la tarde.
Comprendiendo que el anciano venía a verle, el doctor Burrows trató de
terminarse el chocolate que tenía en la boca, pero se dio cuenta de que no había
tiempo suficiente para ello. Mientras masticaba como un loco, vio que el pensionista,
que conservaba sus dotes intelectuales, avanzaba sin pausa. Meditó la posibilidad de
huir a su despacho, pero incluso para eso era ya demasiado tarde. Permaneció
sentado y trató de aparentar serenidad, sonriendo con los mofletes tan hinchados
como los de un hámster.
—Muy buenas tardes, Roger —dijo Osear con alegría mientras buscaba en el
bolsillo del abrigo—. Vamos a ver, ¿dónde está lo que te traigo?
El doctor Burrows emitió un «mmm» con los labios cerrados mientras asentía con
la cabeza, mostrando entusiasmo. Mientras Osear buscaba algo en su bolsillo, logró
tragar un trocito. Pero entonces el viejo levantó la vista mientras seguía lidiando con
su abrigo, como si éste consiguiera defenderse. Por un segundo, hizo un alto en su
búsqueda y echó un vistazo de miope a las vitrinas y las paredes.
—No veo los cordones que te traje la semana pasada. ¿No los vas a exponer? Ya sé
que estaban un poco raídos por algunos sitios, pero tenían su interés. —Como no
obtuvo respuesta, añadió—: ¿Así que no están por aquí?
Con un movimiento de cabeza, el doctor Burrows trató de indicar el almacén.
Osear hizo un gesto socarrón porque no había visto nunca al conservador callado
tanto tiempo. Pero entonces se le alegró la cara al hallar lo que andaba buscando. Lo
sacó lentamente del bolsillo y se lo mostró al conservador del museo en el hueco de
la mano.
—Me lo dio la señora Tantrumi, ya sabes, la anciana que vive justo al final de High
Street. Lo encontraron en el sótano cuando la Compañía del Gas hacía unas
reparaciones. Estaba lleno de mugre, la verdad. Uno de los trabajadores lo pisó. Creo
que deberíamos incluirlo en la colección.
Con los mofletes hinchados, el doctor Burrows se preparó para examinar otro reloj
de arena no realmente antiguo, otra lata abollada, u otra plumilla vieja. Estaba pues
desprevenido cuando, con el gesto de un mago que saca el conejo de la chistera,
Osear le mostró una esfera de suave brillo, sólo un poco más grande que una pelota
de golf, dentro de una cajita de metal dorada pero deslucida.
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