Roderick Gordon- Brian Williams
Túneles
alquiler, pequeños adosados y tiendas nada llamativas que no podían permitirse pagar la renta que costaba situarse más cerca del centro de Londres.
El doctor Burrows, que era el conservador del museo, era también su único empleado. Salvo los sábados, en los que se turnaba para gobernar el barco un grupo de jubilados. Y siempre tenía a su lado su maletín de cuero marrón que contenía unos cuantos periódicos, manuales a medio leer y novelas históricas. Porque era leyendo como pasaba los días, una actividad interrumpida por algún que otro sueñecito y alguna pipa ocasionalmente fumada en la clandestinidad del « cuarto de atrás », un almacén grande lleno hasta los topes de cajas de postales y retratos de familia olvidados que no se exhibirían nunca por falta de espacio.
Sentado entre los polvorientos artículos y las viejas vitrinas de caoba, con los pies en alto, el doctor Burrows se pasaba el día entero leyendo vorazmente, con el sonido de fondo de una emisora de radio que transmitía música clásica reproducida por el transistor que había donado al museo un benefactor.
Aparte de algún grupo de escolares desesperados porque les llovía el día de la excursión, el museo recibía muy pocas visitas, y después de haberlo visto una vez, era muy raro que volvieran.
Como tantas otras personas, el doctor Burrows desempeñaba un trabajo que al principio había sido tan sólo un recurso provisional, algo para ir tirando mientras encontraba un empleo más adecuado. Y no es que no tuviera un imponente curriculum académico: a la licenciatura en historia le había seguido otra en arqueología, y ambas habían sido coronadas, por si acaso, con el doctorado. Pero con un niño a su cargo y pocas ofertas de trabajo en las universidades londinenses, había encontrado en el Heraldo de Highfield la oferta del trabajo en el museo, y había enviado su curriculum pensando que más valía contar con algo, y enseguida. Sí, le habían ofrecido el trabajo de conservador del museo, y lo había aceptado con la intención de buscar otra ocupación más satisfactoria lo antes posible. Y como le ocurre a tanta otra gente, la seguridad de una nómina a fin de mes había obrado el milagro de que hubieran pasado doce años de su vida sin que se diera cuenta, y con ellos todas las intenciones de encontrar un empleo mejor.
Y ahí estaba él, con su doctorado en antigüedades griegas y con su americana de cheviot que lucía coderas dignas de un catedrático, observando cómo se depositaba el polvo sobre las vulgares piezas de la colección, y con el dolor de saber que el polvo se depositaba también sobre él mismo.
Al terminar el sandwich, el doctor Burrows hizo una bola con el grasiento papel y jugó a encestarla en una papelera de plástico naranja de la década de 1960 que se exhibía en « la cocina de la abuela ». Falló el lanzamiento, la bola rebotó en el borde de la papelera y terminó en el suelo de parqué. Exhaló un leve suspiro de decepción y alcanzó el maletín. Revolvió en él hasta que encontró una barrita de chocolate. Era un placer que intentaba reservar para media tarde, por proporcionar un orden al
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