Roderick Gordon - Brian Williams
Túneles
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El Museo de Highfield era un trastero, un almacén para cosas que ya no servían y
que se habían salvado de ir a parar al vertedero municipal. El edificio mismo era el
del antiguo Ayuntamiento, que se había convertido en museo mediante la azarosa
acumulación de vitrinas tan viejas como los artículos que albergaban.
El doctor Burrows depositó los sandwiches sobre una triste silla de dentista de un
siglo atrás y, como solía hacer, utilizó de mesa una vitrina en la que se exponían
cepillos de dientes de comienzos del siglo veinte. Desplegó sobre ella un ejemplar del
periódico The Times y se puso a mordisquear un sandwich de salami con mayonesa,
olvidándose aparentemente de los sucios instrumentos odontológicos que tenía
debajo y que la gente del municipio había legado al museo en vez de tirarlos a la
basura.
Las salas pequeñas que había en torno a la principal, en la que se hallaba sentado
en aquel momento el doctor Burrows, estaban llenas de artículos similares
destinados al basurero. El rincón llamado «La cocina de la abuela» mostraba una
amplia colección de batidoras, deshuesadores de manzanas y coladores de té, todo
bastante horrible. Un par de herrumbrosos rodillos Victorianos eran los orgullosos
vecinos de una lavadora eléctrica Fiel Doncella de la década de 1950, que llevaba
mucho tiempo jubilada y que ahora repartía esquirlas de óxido con una generosidad
equivalente a la voracidad con que en su tiempo había tragado detergente en polvo.
El reloj de pared era igual de fascinante por su mediocridad. Reconozcamos, sin
embargo, que había un objeto que llamaba la atención: era un reloj Victoriano con
una escena pintada sobre cristal, que representaba un granjero y un caballo tirando
del arado; pero desgraciadamente el cristal estaba roto, y el caballo había sufrido la
importante pérdida de su cabeza.
A su alrededor había una colección cuidadosamente colocada de relojes de pared
eléctricos y de cuerda de las décadas de 1940 y 1950, en descoloridos tonos pastel. No
funcionaba ninguno de ellos porque el doctor Burrows aún no los había arreglado.
Highfield, uno de los más pequeños barrios de Londres, tenía un rico pasado:
había empezado siendo un pequeño asentamiento romano y, en la historia más
reciente, había vivido el esplendor de la Revolución Industrial. Sin embargo, muy
poco de aquel importante pasado se había abierto un hueco en el pequeño museo;
mientras que el barrio se había transformado en un desierto de habitaciones en
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