Roderick Gordon - Brian Williams
Túneles
edificios, y la gente pululaba a la luz de unas brillantes esferas de fuego que se
movían lentamente. Eran seres de aspecto aterrador: fantasmas anémicos vestidos
con atuendos antiguos.
No era un hombre especialmente religioso, pisaba la iglesia sólo en las bodas y en
algún que otro funeral. Pero por un instante se preguntó si no habría llegado a algún
anexo del infierno o a algún tipo de parque temático del purgatorio. Se apartó de la
ventanilla para santiguarse al tiempo que murmuraba avemarias llenos de
equivocaciones. Preso del pánico, retrocedió y subió la escalera corriendo. Ya arriba,
cerró bien la puerta para evitar que saliera por allí ninguno de aquellos demonios.
Atravesó corriendo el desierto edificio, y después de salir por la puerta principal,
echó el candado. Mientras volvía a casa en el coche, anonadado, se preguntaba qué le
diría por la mañana al jefe. Aunque lo había visto con sus propios ojos, no sabía que
pensar y era incapaz de evitar repetir la escena en su mente una y otra vez.
Al llegar a casa no pudo evitar contárselo a su familia, porque tenía que hablar con
alguien de lo que había visto. Su mujer, Aggy, y sus dos hijos adolescentes dieron
por supuesto que había estado bebiendo y después de cenar se burlaron de él. Entre
crueles carcajadas, hacían el gesto de empinar el codo para hacerlo callar. Pero él no
podía dejar de hablar del tema, y Aggy terminó pidiéndole que se callara y dejara de
contar tonterías sobre monstruos infernales de pelo blanco y bolas de fuego, y la
dejara ver Los Soprano.
Así que estaba en el cuarto de baño, cepillándose los dientes y preguntándose si
existiría el infierno, cuando oyó un grito. Era el chillido de su mujer, el que reservaba
para cuando veía un ratón o una araña en el baño. Pero en vez de oír los dramáticos
lamentos que habitualmente seguían a ese tipo de gritos, su mujer se calló en seco.
Instintivamente se dispararon todas sus alarmas, y se volvió temblando de miedo.
Vio que las luces se apagaban y el mundo se ponía patas arriba, mientras él quedaba
s uspendido por los tobillos, boca abajo. Algo que era mucho más fuerte que él, algo a
lo que resultaba completamente imposible resistirse, le sujetó los brazos y las piernas.
Después envolvieron todo su cuerpo con un tejido grueso y lo colocaron en posición
horizontal para sacarlo rodando, exactamente igual que hubieran hecho con una
alfombra.
Gritar le resultó imposible, pues le habían tapado la boca y sólo a duras penas
conseguía respirar. En cierto momento creyó oír la voz de uno de sus hijos, pero fue
algo tan breve y apagado que no estaba seguro. Nunca, en toda su vida, se había
sentido tan aterrorizado por su familia y por él mismo. Ni tan indefenso.
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