Roderick Gordon - Brian Williams
Túneles
—El me dijo que mi padre estaba aquí —replicó Will con valentía, apuntando con
el dedo hacia el segundo agente—. ¿Dónde está? ¡Quiero verlo ahora!
El primer agente miró a su colega y después de nuevo a Will:
—No vas a ver a nadie si no haces lo que se te manda. —Volvió a mirar al segundo
agente haciendo un gesto de disgusto. El subordinado apartó la mirada y se movió
inquieto—. ¡Nombre!
—Will Burrows —respondió el chico lentamente.
El primer agente cogió el rollo de papel y volvió a consultarlo.
—Ese no es el nombre que tengo aquí—dijo, moviendo la cabeza hacia los lados y
mirando luego fijamente a los ojos de acero de Will.
—Eso me da igual. Conozco mi nombre.
Durante el silencio ensordecedor que siguió, el primer agente continuó mirando a
Will. Después cerró el libro de un sonoro golpe que levantó una nube de polvo del
mostrador.
—¡Llevadlos al calabozo! —bramó enfurecido.
Los hicieron ponerse en pie, y al pasar por una gran puerta de roble que estaba al
final del área de recepción, oyeron otro silbido prolongado terminado en un golpe
seco como el de antes, que anunciaba la llegada de otro mensaje por el sistema de
tubos.
El pasillo que llevaba al calabozo tenía unos diez metros de largo y estaba
pobremente iluminado por una sola esfera situada al final, bajo la cual había un
pequeño escritorio de madera y una silla. En el lado derecho había una pared sin
puertas ni ventanas, pero en el izquierdo cuatro puertas de hierro mate interrumpían
el muro de sólido ladrillo. A los dos chicos los empujaron hasta la última puerta, que
tenía marcado un cuatro en números romanos.
El segundo agente abrió la cerradura con sus llaves, y la puerta giró sin hacer
ruido en sus goznes bien engrasados. Se hizo a un lado para dejarles pasar.
Dirigiéndoles una mirada, señaló la celda con la cabeza, y como ellos vacilaban en el
umbral, perdió la paciencia, los empujó con sus enormes manos, y cerró de un
portazo.
En el interior de la celda, el sonido metálico de la puerta retumbó en los muros de
manera asfixiante, y sintieron una increíble angustia al oír la llave girando en la
cerradura.
Palparon las paredes para hacerse una idea de cómo era la celda húmeda y oscura
en que los habían metido. Chester volcó un cubo que hizo ruido al caer.
Descubrieron que la celda tenía un metro de ancho. Adosado a la pared opuesta a la
de la puerta, había un poyo cubierto con una plancha de plomo. Se sentaron en él sin
decirse una palabra. Palparon la superficie, que era fría y húmeda, mientras los ojos
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