Roderick Gordon - Brian Williams
Túneles
chispas las herraduras, resoplando fuerte y tirando de un siniestro coche negro,
pasaron cuatro caballos blancos que lo obligaron a apartarse. Para cuando Will quiso
reaccionar, sus pies perdieron contacto con la calzada, porque algo lo levantaba a él y
a Chester en el aire agarrándolos del pescuezo.
Un hombre los sujetaba a ambos con sus manos nudosas, haciéndolos oscilar.
—¡Intrusos! —gritó el desconocido con voz áspera y feroz al subirlos hasta la
altura de su rostro para examinarlos con cara de asco. Will intentó sacar la pala para
golpearle con ella, pero el hombre se la arrancó. Llevaba un casco ridículamente
pequeño y uniforme azul oscuro de un paño basto que raspaba. Junto a una fila de
botones sin brillo, Will vio una estrella de cinco puntas de un material dorado
anaranjado, prendida en la chaqueta. Su enorme y amenazante captor era
evidentemente una especie de policía.
—¡Socorro! —intentó decirle Chester a su amigo, sin que la voz saliera para
pronunciar sonido alguno, mientras el policía los zarandeaba asiéndolos como una
grúa.
—¡Os estábamos esperando! —bramó el hombre.
—¿Qué? —preguntó Will sin comprender.
—Tu padre nos dijo que no tardarías en venir.
—¿Mi padre? ¿Dónde está mi padre? ¿Qué le han hecho? ¡Bájeme! —Will intentó
desprenderse agitándose y tratando de alcanzarle con los pies.
—No te sirve de nada moverte así. —Lo levantó aún más alto y lo olió. Encogió la
nariz con desagrado—. ¡Seres de la Superficie! ¡Qué asco!
Will le respondió con el mismo gesto:
—Usted tampoco huele bien.
El policía le dirigió una mirada de intenso desprecio. Luego levantó a Chester para
olerlo también. Desesperado, el chico intentó darle un cabezazo. El hombre apartó la
cara, pero no antes de que Chester, con un potente movimiento del brazo, le pegara
en el casco, que se le cayó al suelo exponiendo su pálido cuero cabelludo, que estaba
apenas cubierto por unos mechones de pelo blanco y ralo. El agente lo zarandeó por
el cuello y luego, con un horrible gruñido, hizo chocar la cabeza de uno contra la del
otro. Aunque los cascos les protegieron de cualquier daño, quedaron tan asustados
con aquella ferocidad que abandonaron toda resistencia.
—¡Suficiente! —gritó el hombre, y los pasmados muchachos oyeron un coro de
risas glaciales que venía de detrás del policía. Entonces vieron por primera vez a los
otros hombres que los miraban con ojos pálidos y severos—. ¿Os creéis con derecho a
bajar aquí y entrar en nuestras casas? —gruñó el agente mientras se los llevaba
arrastrando hacia el camino del centro, el que descendía.
—-¡A la cárcel con los dos! —bramó alguien detrás de ellos.
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