Roderick Gordon - Brian Williams
Túneles
parecía que la sala en la que se encontraban no habría estado fuera de lugar en
aquella exposición.
Chester se acercó con sigilo a la mesa de comedor, en la que había dos sencillas
tazas de fina porcelana blanca puestas sobre su plato.
—Tienen algo dentro —comentó sorprendido—. ¡Parece té!
Dudando, tocó la porcelana de una de aquellas tazas y miró a Will aún más
sorprendido.
—Todavía está caliente. ¿Qué pasa aquí? ¿Dónde están?
—No lo sé —contestó Will—. Esto es como... como... —Se miraron el uno al otro
atónitos—. Si quieres que te diga la verdad, no tengo ni idea de qué es esto —
admitió.
—Simplemente, salgamos de aquí —propuso Chester, y ambos se dirigieron a la
puerta apresuradamente. Al salir de nuevo a la calle, Chester, que iba detrás, chocó
contra Will, que se había parado en seco.
—¿Por qué corremos? —preguntó éste.
—Eh... bueno... —balbuceó Chester, turbado, haciendo esfuerzos por poner en
palabras sus temores. Permanecieron indecisos un rato bajo el sublime resplandor de
una de las farolas. Después, consternado, Chester se dio cuenta de que su amigo
contemplaba con atención la curva que hacía la calle en la distancia.
—Vamos, Will. Sólo quiero volver a casa.
Chester tuvo un estremecimiento al volver a mirar hacia la casa, y en especial a las
ventanas del piso superior, pues tenía la seguridad de que había alguien tras ellas.
—Este lugar me pone los pelos de punta.
—Todavía no regresemos —contestó Will sin tan siquiera mirar a su amigo—.
Sigamos un poco por la calle. A ver adónde conduce. Después nos vamos. Te lo
prometo, ¿vale? —dijo mientras empezaba a caminar con paso decidido.
Chester vaciló por un momento antes de optar por seguir a su amigo,
contemplando con anhelo la puerta de metal por la que habían llegado. Pero
soltando un gruñido de resignación siguió a Will. Muchas casas tenían luz en las
ventanas, pero no parecía haber señal alguna de la presencia de sus moradores. Al
llegar a la última casa de la hilera, allí donde la calle se curvaba a la izquierda, Will se
detuvo un momento sopesando si sería mejor seguir o dejarlo por aquel día. De pura
desesperación, Chester empezó a quejarse, clamando que era ya era suficiente y era
la hora de volver. Y justo entonces oyeron tras ellos un ruido que comenzó como un
crujir de hojas, pero aumentó rápidamente de intensidad hasta convertirse en una
algarabía constituida por sonidos secos y disonantes.
—¿Qué demonios...? —gritó Will.
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