Trump en la Casa Blanca suplemento DONALD TRUMP 1 año | Page 19
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En cualquier momento, además, Trump puede entrar en erupción. La
incertidumbre es el signo de su presidencia. Nunca se sabe qué paso va a dar
ni qué colmillo enseñará. Un día puede participar en un sentido homenaje a las
minorías raciales y al otro llamar “países de mierda” a Haití, El Salvador y las
naciones africanas más pobres. “Y no va a cambiar. Es un hombre de 71 años
que se ha pasado la vida engañando a la gente. Lo único que cabe es que se
vuelva más errático”, afirma el biógrafo y Premio Pulitzer David Cay
Johnston.
En la intimidad tampoco mejora. Son conocidas sus broncas a colaboradores y
hasta el servicio de limpieza teme sus manías. Germófobo reprimido, no
permite que toquen sus objetos de tocador ni sus mandos de televisión ni su
cepillo de dientes, y él mismo abre su cama y decide cuándo se retiran las
sábanas. “Y si mi camisa está en el suelo es porque quiero que esté en el
suelo”, llegó a decir a los empleados de la Casa Blanca.
La residencia oficial no le convence. Ha pasado un tercio de su mandato en
mansiones privadas, ya sea la fastuosa Mar-a-Lago (Florida), su club de golf
en Nueva Jersey o un complejo hotelero suyo en Virginia. Y cuando le toca
quedarse en Washington, rehúye de la vida social y, a diferencia de Obama,
casi nunca sale a comer.
En la Casa Blanca, su menú predilecto oscila entre un buen filete con patatas o
un big mac y batido de chocolate. Algo rápido y sin demasiadas
complicaciones. En general, le molestan las comidas largas; odia perder
tiempo en ellas. El tiempo es oro y él es su orfebre. Quizá por eso ha reducido
su horario de trabajo en la Casa Blanca. Mientras George Bush hijo entraba al
amanecer y Obama después de las nueve, él ha decidido llegar a las once de la