tradiciones y costumbres | Page 6
-Pues a fe mía que ha sido floja mi equivocación -dijo Golfín riendo.
-Yo le guiaré a usted con mucho gusto, porque conozco estos sitios perfectamente.
Golfín, hundiendo los pies en la tierra, resbalando aquí y bailoteando más allá, tocó al fin el
benéfico suelo de la vereda, y su primera acción fue examinar al bondadoso joven. Breve rato
estuvo el doctor dominado por la sorpresa.
-Usted... -murmuró.
-¿Ciego de nacimiento? -dijo Golfín con vivo interés que no era sólo inspirado por la
compasión.
Marianela
-Soy ciego, sí, señor -añadió el joven-; pero sin vista sé recorrer de un cabo a otro las minas
de Socartes. El palo que uso me impide tropezar, y Choto me acompaña, cuando no lo hace la
Nela, que es mi lazarillo. Con que sígame usted y déjese llevar.
-Sí, señor, de nacimiento -repuso el ciego con naturalidad. No conozco el mundo más que
por el pensamiento, el tacto y el oído. He podido comprender que la parte más maravillosa del
universo es esa que me está vedada. Yo sé que los ojos de los demás no son como estos míos,
sino que por sí conocen las cosas; pero este don me parece tan extraordinario, que ni siquiera
comprendo la posibilidad de poseerlo.
-Quién sabe... -manifestó Teodoro- ¿pero qué es esto que veo, amigo mío, qué sorprendente
espectáculo es este?
El viajero, que había andado algunos pasos junto a su guía, se detuvo asombrado de la
fantástica perspectiva que se ofrecía ante sus ojos. Hallábase en un lugar hondo, semejante al
cráter de un volcán, de suelo irregular, de paredes más irregulares aún. En los bordes y en el
centro de la enorme caldera, cuya magnitud era aumentada por el engañoso claro-oscuro de la
noche, se elevaban figuras colosales, hombres disformes, monstruos volcados y patas arriba,
brazos inmensos desperezándose, pies truncados, desparramadas figuras semejantes a las que
forma el caprichoso andar de las nubes en el cielo; pero quietas, inmobles, endurecidas. Era su
color el de las momias, un color terroso tirando a rojo; su actitud la del movimiento febril
sorprendido y atajado por la muerte. Parecía la petrificación de una orgía de gigantescos
demonios; y sus manotadas, los burlones movimientos de sus desproporcionadas cabezas
habían quedado fijos como las inalterables actitudes de la escultura. El silencio que llenaba el
ámbito del supuesto cráter era un silencio que daba miedo. Creeríase que mil voces y aullidos
habían quedado también hechos piedra, y piedra eran desde siglos de siglos.
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