tradiciones y costumbres | Page 4
-¿Esas tenemos, señor planeta?... ¿Con que quiere usted tragarme?... Si ese holgazán
satélite quisiera alumbrar un poco, ya nos veríamos las caras usted y yo... Y a fe que por aquí
abajo no hemos de ir a ningún paraíso. Parece esto el cráter de un volcán apagado... Hay que
andar suavemente por tan delicioso precipicio. ¿Qué es esto? ¡Ah! Una piedra; magnífico asiento
para echar un cigarro, esperando a que salga la luna.
-Vamos -dijo el viajero lleno de gozo-, humanidad tenemos. Ese es el canto de una
muchacha; sí, es voz de mujer, y voz preciosísima. Me gusta la música popular de este país...
Ahora calla... Oigamos, que pronto ha de volver a empezar... Ya, ya suena otra vez. ¡Qué voz tan
bella, qué melodía tan conmovedora! Creeríase que sale de las profundidades de la tierra y que
el señor de Golfín, el hombre más serio y menos supersticioso del mundo, va a andar en tratos
ahora con los silfos, ondinas, gnomos, hadas y toda la chusma emparentada con la loca de la
casa... Pero, si no me engaña el oído, la voz se aleja... La graciosa cantora se va... ¡Eh! Muchacha,
aguarda, detén el paso.
Marianela
El discreto Golfín se sentó tranquilamente como podría haberlo hecho en el banco de un
paseo; y ya se disponía a fumar, cuando sintió una voz... sí, indudablemente era una voz humana
que lejos sonaba, un quejido patético, mejor dicho, melancólico canto, formado de una sola
frase, cuya última cadencia se prolongaba apianándose en la forma que los músicos llamaban
morendo, y que se apagaba al fin en el plácido silencio de la noche, sin que el oído pudiera
apreciar su vibración postrera.
La voz, que durante breve rato había regalado con encantadora música el oído del hombre
extraviado, se iba perdiendo en la inmensidad tenebrosa, y a los gritos de Golfín, el canto
extinguiose por completo. Sin duda la misteriosa entidad gnómica, que entretenía su soledad
subterránea cantando tristes amores, se había asustado de la brusca interrupción del hombre,
huyendo a las más hondas entrañas de la tierra, donde moran, avaras de sus propios fulgores, las
piedras preciosas.
-Esta es una situación divina -murmuró Golfín, considerando que no podía hacer mejor cosa
que dar lumbre a su cigarro-. No hay mal que cien años dure. Aguardemos fumando. Me he
lucido con querer venir solo y a pie a las minas de Socartes. Mi equipaje habrá llegado primero,
lo que prueba de un modo irrebatible las ventajas del adelante, siempre adelante.»
Moviose entonces ligero vientecillo, y Teodoro creyó sentir pasos lejanos en el fondo de
aquel desconocido o supuesto abismo que ante sí tenía. Puso atención y no tardó en adquirir la
certeza de que alguien andaba por allí. Levantándose, gritó:
-Muchacha, hombre, o quien quiera que seas, ¿se puede ir por aquí a las minas de Socartes?
No había concluido, cuando oyose el violento ladrar de un perro, y después una voz de
hombre, que dijo:
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