tradiciones y costumbres | Page 26
El lavado estaba al aire libre. Las correas de transmisión venían zumbando desde el
departamento de la máquina. Otras correas se pusieron en movimiento, y entonces oyose un
estampido rítmico, un horrísono compás, a la manera de gigantescos pasos o de un violento
latido interior de la madre tierra. Era el gran martillo-pilón del taller, que había empezado a
funcionar. Su formidable golpe machacaba el hierro como blanda pasta, y esas formas de ruedas,
ejes y raíles, que nos parecen eternas por lo duras, empezaban a desfigurarse, torciéndose y
haciendo muecas, como rostros afligidos. El martillo, dando porrazos uniformes, creaba formas
nuevas tan duras como las geológicas, que son obra laboriosa de los siglos. Se parecen mucho, sí,
las obras de la fuerza a las de la paciencia.
También afuera las mulas habían sido enganchadas a los largos trenes de vagonetes.
Veíaselas pasar arrastrando tierra inútil para verterla en los taludes, o mineral para conducirlo al
lavadero. Cruzábanse unos con otros aquellos largos reptiles, sin chocar nunca. Entraban por la
boca de las galerías, siendo entonces perfecta su semejanza con los resbaladizos habitantes de
las húmedas grietas, y cuando en las oscuridades del túnel relinchaba la indócil mula, creeríase
que los saurios disputaban chillando. Allá en lo último, en las más remotas cañadas, centenares
de hombres golpeaban con picos la tierra para arrancarle, pedazo a pedazo, su tesoro. Eran los
escultores de aquellas caprichosas e ingentes figuras que permanecían en pie, atentas, con
gravedad silenciosa, a la invasión del hombre en las misteriosas esferas geológicas. Los mineros
derrumbaban aquí, horadaban allá, cavaban más lejos, rasguñaban en otra parte, rompían la
roca cretácea, desbarataban las graciosas láminas de pizarra samnita y esquistosa, despreciaban
la caliza arcillosa, apartaban la limonita y el oligisto, destrozaban la preciosa dolomía,
revolviendo incesantemente hasta dar con el silicato de zinc, esa plata de Europa, que, no por
ser la materia de que se hacen las cacerolas, deja de ser grandiosa fuente de bienestar y
civilización. Sobre ella ha alzado Bergia el estandarte de su grandeza moral y política. ¡Oh! La
hojalata tiene también su epopeya.
El cielo estaba despejado; el sol derramaba libremente sus rayos, y la vasta pertenencia de
Socartes resplandecía con súbito tono rojo. Rojas eran las peñas esculturales, rojo el mineral
precioso, roja la tierra inútil acumulada en los largos taludes, semejantes a babilónicas murallas;
rojo el suelo, rojos los carriles y los vagones, roja toda la maquinaria, roja el agua, rojos los
hombres y las mujeres que trabajaban en toda la extensión de Socartes. El color subido de
ladrillo era uniforme, con ligeros cambiantes, y general en todo; en la tierra y las casas, en el
hierro y en los vestidos. Las mujeres ocupadas en lavar parecían una pléyade de equívocas ninfas
de barro ferruginoso crudo. Por la cañada abajo, en dirección al río, corría un arroyo de agua
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Marianela
Hombres negros, que parecían el carbón humanado, se reunían en torno a los objetos de
fuego que salían de las fraguas, y cogiéndolos con aquella prolongación incandescente de los
dedos a quien llaman tenazas, los trabajaban. ¡Extraña escultura la que tiene por genio al fuego y
por cincel al martillo! Las ruedas y ejes de los millares de vagonetes, las piezas estropeadas del
aparato de lavado, recibían allí compostura y eran construidos los picos, azadas y carretillas. En
el fondo del taller las sierras hacían chillar la madera, y aquel mismo hierro, educado en el
trabajo por el fuego, destrozaba las generosas fibras del árbol arrancado a la tierra.
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