tradiciones y costumbres | Page 25
en sí el germen de todos los sentimientos nobles y delicados, y que aquellos menudos brotes
podían ser flores hermosísimas y lozanas, sin más cultivo que una simple mirada de vez en
cuando. Nunca se le dio a entender que tenía derecho, por el mismo rigor de la Naturaleza al
criarla, a ciertas atenciones de que pueden estar exentos los robustos, los sanos, los que tienen
padres y casa propia; pero que corresponden por jurisprudencia cristiana al inválido, al pobre, al
huérfano y al desheredado.
Por el contrario, todo le demostraba su semejanza con un canto rodado, el cual ni siquiera
tiene forma propia, sino aquella que le dan las aguas que lo arrastran y el puntapié del hombre
que lo desprecia. Todo le demostraba que su jerarquía dentro de la casa era inferior a la del
gato, cuyo lomo recibía las más finas caricias, y a la del mirlo que saltaba en su jaula.
Marianela
Al menos, de estos no se dijo nunca con cruel compasión: «Pobrecita, mejor cuenta le
hubiera tenido morirse».
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El humo de los hornos que durante toda la noche velaban respirando con bronco resoplido
se plateó vagamente en sus espirales más remotas; apareció risueña claridad por los lejanos
términos y detrás de los montes, y poco a poco fueron saliendo sucesivamente de la sombra los
cerros que rodean a Socartes, los inmensos taludes de tierra rojiza, los negros edificios. La
campana del establecimiento gritó con aguda voz: «Al trabajo», y cien y cien hombres
soñolientos salieron de las casas, cabañas, chozas y agujeros. Rechinaban los goznes de las
puertas; de las cuadras salían pausadamente las mulas, dirigiéndose solas al abrevadero, y el
establecimiento, que poco antes semejaba una mansión fúnebre alumbrada por la claridad
infernal de los hornos, se animaba moviendo sus miles de brazos.
El vapor principió a zumbar en las calderas del gran automóvil, que hacía funcionar a un
tiempo los aparatos de los talleres y el aparato de lavado. El agua, que tan principal papel
desempeñaba en esta operación, comenzó a correr por las altas cañerías, de donde debía saltar
sobre los cilindros. Risotadas de mujeres y ladridos de hombres que venían de tomar la mañana,
precedieron a la faena; y al fin empezaron a girar las cribas cilíndricas con infernal chillido; el
agua corría de una en otra, pulverizándose, y la tierra sucia se atormentaba con vertiginoso
voltear, rodando y cayendo de rueda en rueda, hasta convertirse en fino polvo achocolatado.
Sonaba aquello como mil mandíbulas de dientes flojos que mascaran arena; parecía molino por
el movimiento mareante; kaleidoscopio, por los juegos de la luz, del agua y de la tierra; enorme
sonajero, de innúmeros cachivaches compuesto, por el ruido. No se podía fijar la atención, sin
sentir vértigo, en aquel voltear incesante de una infinita madeja de hilos de agua, ora claros y
transparentes, ora teñidos de rojo por la arcilla ferruginosa; ni cabeza huma na que no estuviera
hecha a tal espectáculo, podría presenciar el feroz combate de mil ruedas dentadas que sin cesar
se mordían unas a otras, y de ganchos que se cruzaban royéndose, y de tornillos que, al girar,
clamaban con lastimero quejido pidiendo aceite.
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