tradiciones y costumbres | Page 24
polvillo de la calamina que las teñía de pies a cabeza, como a los demás trabajadores de las
minas, dábales aire de colosales figuras de barro crudo.
Las relaciones de esta prole con su madre, que era la gobernadora de toda la familia, eran
las de una docilidad absoluta por parte de los hijos y de un dominio soberano por parte de la
Señana. El único que solía mostrar indicios de rebelión era el chiquitín. La Señana, en sus cortos
alcances, no comprendía aquella aspiración diabólica a dejar de ser piedra. ¿Por ventura había
existencia más feliz y ejemplar que la de los peñascos? No admitía, no, que fuera cambiada, ni
aun por la de canto rodado. Y Señana amaba a sus hijos; ¡pero hay tantas maneras de amar! Ella
les ponía por encima de todas las cosas, siempre que se avinieran a trabajar perpetuamente en
las minas, a amasar en una sola artesa todos sus jornales, a obedecerla ciegamente y a no tener
aspiraciones locas, ni afán de lucir galas, ni de casarse antes de tiempo, ni de aprender diabluras,
ni de meterse en sabidurías, porque los pobres -decía- siempre habían de ser pobres y como
pobres portarse, y no querer parlanchinear como los ricos y gente de la ciudad, que estaba toda
comida de vicios y podrida de pecados.
Marianela
Tanasio era un hombre apático. Su falta de carácter y de ambición rayaban en el idiotismo.
Encerrado en las cuadras desde su infancia, ignorante de toda travesura, de toda contrariedad,
de todo placer, de toda pena, aquel joven, que ya había nacido dispuesto a ser máquina, se
convirtió poco a poco en la herramienta más grosera. El día en que semejante ser tuviera una
idea propia, se cambiaría el orden admirable de todas las cosas, por el cual ninguna piedra
puede pensar.
Hemos descrito el trato que tenían en casa de Centeno los hijos para que se comprenda el
que tendría la Nela, criatura abandonada, sola, inútil, incapaz de ganar jornal, sin pasado, sin
porvenir, sin abolengo, sin esperanza, sin personalidad, sin derecho a nada más que al sustento.
Señana se lo daba, creyendo firmemente que su generosidad rayaba en heroísmo. Repetidas
veces dijo para sí al llenar la escudilla de la Nela: -¡Qué bien me gano mi puestecico en el cielo!
Y lo creía como el Evangelio. En su cerrada mollera no entraban ni podían entrar otras luces
sobre el santo ejercicio de la caridad; no comprendía que una palabra cariñosa, un halago, un
trato delicado y amante que hicieran olvidar al pequeño su pequeñez, al miserable su miseria,
son heroísmos de más precio que el bodrio sobrante de una mala comida. ¿Por ventura no se
daba lo mismo al gato? Y este al menos oía las voces más tiernas. Jamás oyó la Nela que se la
llamara michita, monita, ni que le dijeran re-preciosa, ni otros vocablos melosos y conmovedores
con que era obsequiado el gato.
Jamás se le dio a entender a la Nela que había nacido de criatura humana, como los demás
habitantes de la casa. Nunca fue castigada; pero ella entendió que este privilegio se fundaba en
la desdeñosa lástima que inspiraba su menguada constitución física, y de ningún modo en el
aprecio de su persona. Nunca se le dio a entender que tenía un alma pronta a dar ricos frutos si
se la cultivaba con esmero, ni que llevaba en sí, como los demás mortales, ese destello del
eterno saber que se nombra inteligencia humana, y que de aquel destello podían salir infinitas
luces y lumbre bienhechora. Nunca se le dio a entender que en su pequeñez fenomenal llevaba
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