tradiciones y costumbres | Page 23
Marianela
matemáticos más expertos. Un aldeano que toma el gusto a los ochavos y sueña con trocarlos en
plata para convertir después la plata en oro, es la bestia más innoble que puede imaginarse;
porque tiene todas las malicias y sutilezas del hombre y una sequedad de sentimientos que
espanta. Su alma se va condensando, hasta no ser más que un graduador de cantidades. La
ignorancia, la rusticidad, la miseria en el vivir completan esta abominable pieza, quitándole
todos los medios de disimular su descarnado interior. Contando por los dedos, es capaz de
reducir a números todo el orden moral, la conciencia y el alma toda.
La Señana y el señor Centeno, que habían hallado al fin, después de mil angustias, su pedazo
de pan en las minas de Socartes, reunían, con el trabajo de sus cuatro hijos un jornal que les
habría parecido fortuna de príncipes en los tiempos en que andaban de feria en feria vendiendo
pucheros. Debe decirse, tocante a las facultades intelectuales del señor Centeno, que su cabeza,
en opinión de muchos, rivalizaba en dureza con el martillo-pilón montado en los talleres; no así
tocante a las de Señana, que parecía mujer de muchísimo caletre y trastienda, y gobernaba toda
la casa como gobernaría el más sabio príncipe sus Estados. Ella apandaba bonitamente el jornal
de su marido y de sus hijos, que era una hermosa suma, y cada vez que había cobranza,
parecíale que entraba por las puertas de su casa el mismo Jesús Sacramentado; tal era el gusto
que la vista de las monedas le producía.
La Señana daba muy pocas comodidades a sus hijos en cambio de la hacienda que con las
manos de ellos iba formando; pero como no se quejaban de la degradante miseria en que vivían;
como no mostraban nunca pujos de emancipación ni anhelo de otra vida mejor y más digna de
seres inteligentes, la Señana dejaba correr los días. Muchos pasaron antes que sus hijas
durmieran en camas; muchísimos antes que cubrieran sus lozanas carnes con vestidos decentes.
Dábales de comer sobria y metódicamente, haciéndose partidaria en esto de los preceptos
higiénicos más en boga; pero la comida en su casa era triste, como un pienso dado a seres
humanos.
En cuanto al pasto intelectual, la Señana creía firmemente que con la erudición de su esposo
el señor Centeno, adquirida en copiosas lecturas, tenía bastante la familia para merecer el
dictado de sapientísima, por lo cual no trató de atiborrar el espíritu de sus hijos con las rancias
enseñanzas que se dan en la escuela. Si los mayores asistieron a ella, el más pequeño viose libre
de maestros, y engolfado vivía durante doce horas diarias en el embrutecedor trabajo de las
minas, con lo cual toda la familia navegaba ancha y holgadamente por el inmenso piélago de la
estupidez.
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Las dos hembras, Mariuca y Pepina no carecían de encantos, siendo los principales su
juventud y su robustez. Una de ellas leía de corrido; la otra no, y en cuanto a conocimientos del
mundo, fácilmente se comprende que no carecería de algunos rudimentos quien vivía entre
risueño coro de ninfas de distintas edades y procedencias, ocupadas en un trabajo mecánico y
con boca libre. Mariuca y Pepina eran muy apechugadas, muy derechas, fuertes y erguidas como
amazonas. Vestían falda corta, mostrando media pantorrilla y el carnoso pie descalzo, y sus
rudas cabezas habrían lucido mucho sosteniendo un arquitrabe como las mujeres de la Caria. El
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