tradiciones y costumbres | Page 27
Marianela
encarnada. Creeríase que era el sudor de aquel gran trabajo de hombres y máquinas, del hierro y
de los músculos.
La Nela salió de su casa. También ella, a pesar de no trabajar en las minas, estaba teñida
ligeramente de rojo, porque el polvo de la tierra calaminífera no perdona a nadie. Llevaba en la
mano un mendrugo de pan que le había dado la Señana para desayunarse, y, comiéndoselo,
marchaba aprisa, sin distraerse con nada, formal y meditabunda. No tardó en pasar más allá de
los edificios, y después de subir el plano inclinado, subió la escalera labrada en la tierra, hasta
llegar a las casas de la barriada de Aldeacorba. La primera que se encontraba era una primorosa
vivienda infanzona, grande, sólida, alegre, restaurada y pintada recientemente, con cortafuegos
de piedra, aleros labrados y ancho escudo circundado de follaje granítico. Antes faltara en ella el
escudo que la parra, cuyos sarmientos cargados de hoja parecían un bigote que aquella tenía en
el lugar correspondiente de su cara, siendo las dos ventanas los ojos, el escudo la nariz y el largo
balcón la boca, siempre riendo. Para que la personificación fuera completa, salía del balcón una
viga destinada a sujetar la cuerda de tender ropa, y con tal accesorio la casa con rostro estaba
fumándose un cigarro puro. Su tejado era en figura de gorra de cuartel y tenía una ventana de
bohardilla que parecía una borla. La chimenea no podía ser más que una oreja. No era preciso
ser fisonomista para comprender que aquella casa respiraba paz, bienestar y una conciencia
tranquila.
Dábale acceso un patiecillo circundado de tapias y al costado derecho tenía una hermosa
huerta. Cuando la Nela entró, salían las vacas que iban a la pradera. Después de cambiar algunas
palabras con el gañán, que era un mocetón formidable... así como de tres cuartas de alto y de
diez años de edad... dirigiose a un señor obeso, bigotudo, entrecano, encarnado, de simpático
rostro y afable mirar, de aspecto entre soldadesco y campesino, el cual apareció en mangas de
camisa, con tirantes, y mostrando hasta el codo los velludos fornidos brazos. Antes que la
muchacha hablara, el señor de los tirantes volviose adentro y dijo:
-Hijo mío, aquí tienes a la Nela.
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Salió de la casa un joven, estatua del más excelso barro humano, grave, derecho, con la
cabeza inmóvil y los ojos clavados y fijos en sus órbitas, como lentes expuestos en un
muestrario. Su cara parecía de marfil, contorneada con exquisita finura; mas teniendo su tez la
suavidad de la de una doncella, era varonil en gran manera, y no había en sus facciones parte
alguna ni rasgo que no tuviese aquella perfección soberana con que fue expresado hace miles de
años el pensamiento helénico. Aun sus ojos, puramente escultóricos porque carecían de vista,
eran hermosísimos, grandes y rasgados. Desvirtuábalos su fijeza y la idea de que tras aquella
fijeza estaba la noche. Falto del don que constituye el núcleo de la expresión humana, aquel
rostro de Antinoo ciego poseía la fría serenidad del mármol, convertido por el genio y el cincel
en estatua y por la fuerza vital en persona. Un soplo, un rayo de luz, una sensación bastarían
para animar la hermosa piedra, que teniendo ya todas las galas de la forma, carecía tan sólo de
la conciencia de su propia belleza, la cual emana de la facultad de conocer la belleza exterior.
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