tradiciones y costumbres | Page 19
pequeña para albergar en sus tres piezas a los esposos Centeno, a los cuatro hijos de los esposos
Centeno, al gato de los esposos Centeno, y, por añadidura, a la Nela, la casa, no obstante,
figuraba en los planos de vitela de aquel gran establecimiento ostentando orgullosa, como otras
muchas, este letrero: Vivienda de capataces.
En lo interior el edificio servía para probar prácticamente un aforismo que ya conocemos,
por haberlo visto enunciado por la misma Marianela; es, a saber, que ella, Marianela, no servía
más que de estorbo. En efecto; allí había sitio para todo: para los esposos Centeno, para las
herramientas de sus hijos, para mil cachivaches de cuya utilidad no hay pruebas inconcusas, para
el gato, para el plato en que comía el gato, para la guitarra de Tanasio, para los materiales que el
mismo empleaba en componer garrotes (cestas), para media docena de colleras viejas de mulas,
para la jaula del mirlo, para los dos peroles inútiles, para un altar en que la de Centeno ponía a la
Divinidad ofrenda de flores de trapo y unas velas seculares, colonizadas por las moscas; para
todo absolutamente, menos para la hija de la Canela. Frecuentemente se oía:
Marianela
-¡Que no he de dar un paso sin tropezar con esta condenada Nela!...
También se oía esto:
-Vete a tu rincón... ¡Qué criatura! Ni hace ni deja hacer a los demás.
La casa constaba de tres piezas y un desván. Era la primera, a más de comedor y sala, alcoba
de los Centenos mayores. En la segunda dormían las dos señoritas, que eran ya mujeres, y se
llamaban la Mariuca y la Pepina. Tanasio, el primogénito, se agasajaba en el desván, y Celipín,
que era el más pequeño de la familia y frisaba en los doce años, tenía su dormitorio en la cocina,
la pieza más interna, más remota, más crepuscular, más ahumada y más inhabitable de las tres
que componían la morada Centenil.
La Nela, durante los largos años de su residencia allí, había ocupado distintos rincones,
pasando de uno a otro conforme lo exigía la instalación de mil objetos que no servían sino para
robar a los seres vivos su último pedazo de suelo habitable. En cierta ocasión (no conocemos la
fecha con exactitud), Tanasio, que era tan imposibilitado de piernas como de ingenio, y se había
dedicado a la construcción de cestas de avellano, puso en la cocina, formando pila, hasta media
docena de aquellos ventrudos ejemplares de su industria. Entonces la de la Canela volvió
tristemente sus ojos en derredor, sin hallar sitio donde albergarse; pero la misma contrariedad
sugiriole repentina y felicísima idea, que al instante puso en ejecución. Metiose bonitamente en
una cesta, y así pasó la noche en fácil y tranquilo sueño. Indudablemente aquello era bueno y
cómodo: cuando tenía frío, tapábase con otra cesta. Desde entonces, siempre que había
garrotes grandes, no careció de estuche en que encerrarse. Por eso decían en la casa: «Duerme
como una alhaja».
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Durante la comida, y entre la algazara de una conversación animada sobre el trabajo de la
mañana, oíase una voz que bruscamente decía: «Toma». La Nela recogía una escudilla de manos
de cualquier Centeno grande o chico, y se sentaba contra el arca a comer sosegadamente.
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