tradiciones y costumbres | Page 20
También solía oírse al fin de la comida la voz áspera y becerril del señor Centeno diciendo a su
esposa en tono de reconvención: «Mujer, que no has dado nada a la pobre Nela». A veces
acontecía que la Señana (este nombre se había formado de señora Ana) moviera la cabeza para
buscar con los ojos, por entre los cuerpos de sus hijos, algún objeto pequeño y lejano, y que al
mismo tiempo dijera: «Pues qué, ¿estaba ahí? Yo pensé que también hoy se había quedado en
Aldeacorba».
Por las noches, después de cenar, rezaban el rosario. Tambaleándose como sacerdotisas de
Baco, y revolviendo sus apretados puños en el hueco de los ojos, la Mariuca y la Pepina se iban a
sus lechos, que eran cómodos y confortantes, paramentados con abigarradas colchas. Poco
después oíase un roncante dúo de contraltos aletargados que duraba sin interrupción hasta el
amanecer.
Acomodados así los hijos, los padres permanecían un rato en la pieza principal, y mientras
Centeno, sentándose estiradamente junto a la mesilla y tomando un periódico, hacía mil muecas
y visajes que indicaban el atrevido intento de leerlo, la Señana sacaba del arca una media repleta
de dinero, y después de contado y de añadir o quitar algunas piezas, lo volvía a poner
cuidadosamente en su sitio. Sacaba después diferentes líos de papel que contenían monedas de
oro, y trasegaba algunas piezas de uno en otro apartadijo. Entonces solían oírse frases sueltas
como éstas:
Marianela
Tanasio subía al alto aposento y Celipín se acurrucaba sobre haraposas mantas, no lejos de
las cestas donde desaparecía la Nela.
-He tomado treinta y dos reales para el refajo de la Mariuca... A Tanasio le he puesto los seis
reales que se le quitaron... Sólo nos faltan once duros para los quinientos...
O como estas:
-«Señores diputados que dijeron sí...» «Ayer celebró una conferencia», etc.
Los dedos de Señana sumaban, y el de Sinforoso Centeno seguía tembloroso y vacilante los
renglones, para poder guiar su espíritu por aquel laberinto de letras.
Aquellas frases iban poco a poco resolviéndose en palabras sueltas, después en
monosílabos; oíase un bostezo, otro, y al fin todo quedaba en plácido silencio, después de
extinguida la luz, a cuyo resplandor había enriquecido sus conocimientos el capataz de mulas.
Una noche, después que todo calló, dejose oír ruido de cestas en la cocina. Como allí había
alguna claridad, porque jamás se cerraba la madera del ventanillo, Cilipín Centeno, que no
dormía aún, vio que las dos cestas más altas, colocadas una contra otra, se separaban
abriéndose como las conchas de un bivalvo. Por el hueco aparecieron la narizilla6 y los negros
ojos de la Nela.
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