Tom Sawyer
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Mark Twain
-Enséñalo.
Tom sacó un papelito y lo desdobló cuidadosamente. Huckleberry lo miró codicioso.
La tentación era muy grande. Al fin dijo:
-¿Es de verdad? Tom levantó el labio y le enseñó la mella.
-Bueno -dijo Huckleberry-, trato hecho.
Tom encerró a la garrapata en la caja de pistones que había sido la prisión del
«pellizquero», y los dos muchachos se separaron, sintiéndose ambos más ricos que
antes.
Cuando Tom llegó a la casita aislada de madera donde estaba la escuela, entró con
apresuramiento, con el aire de uno que había llegado con diligente celo. Colgó el
sombrero en una percha y se precipitó en su asiento con afanosa actividad. El
maestro, entronizado en su gran butaca, desfondada, dormitaba arrullado por el
rumor del estudio. La interrupción lo despabiló:
-¡Thomas Sawyer!
Tom sabía que cuando le llamaban por el nombre y apellido era signo de tormenta.
-¡Servidor!
-Ven aquí. ¿Por qué llega usted tarde, como de costumbre? Tom estaba a punto de
cobijarse en una mentira, cuando vio dos largas trenzas de pelo dorado colgando
por una espalda que reconoció por amorosa simpatía magnética, y junto a aquel
pupitre estaba el único lugar vacante, en el lado de la escuela destinado a las niñas.
Al instante dijo: He estado hablando con Huckleberry Finn.
Al maestro se le paralizó el pulso y se quedó mirándole atónito, sin pestañear. Cesó
el zumbido del estudio. Los discípulos se preguntaban si aquel temerario rapaz
había perdido el juicio. El maestro dijo:
-¿Has estado... haciendo... qué?
-Hablando con Huckleberry Finn.
La declaración era terminante.
-Thomas Sawyer, ésta es la más pasmosa confesión que jamás oí: no basta la
palmeta para tal ofensa.
Quítate la chaqueta.
El maestro solfeó hasta que se le cansó el brazo, y la provisión de varas disminuyó
notablemente.
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Preparado por Patricio Barros