Tom Sawyer
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Mark Twain
agravándolas, sus cuitas. Bien sabía que su tía estaba, en espíritu, de rodillas ante
él, y eso le proporcionaba una triste alegría. No quería arriar la bandera ni darse por
enterado de las señales del enemigo. Bien sabía que una mirada ansiosa se posaba
sobre él de cuando en cuando, a través de lágrimas contenidas; pero se negaba a
reconocerlo. Se imaginaba a sí mismo postrado y moribundo y a su tía inclinada
sobre él, mendigando una palabra de perdón; pero volvía la cara a la pared, y moría
sin que la palabra llegase a salir de sus labios. ¿Qué pensaría entonces su tía? Y se
figuraba traído a casa desde el río, ahogado, con los rizos empapados, las manos
fláccidas y su mísero corazón en reposo. ¡Cómo se arrojaría sobre él, y lloraría a
mares, y pediría a Dios que le devolviese su chico, jurando que nunca volvería a
tratarle mal! Pero él permanecería pálido y frío, sin dar señal de vida... ¡pobre
mártir cuyas penas habían ya acabado para siempre! De tal manera excitaba su
enternecimiento con lo patético de esos ensueños, que tenía que estar tragando
saliva, a punto de atosigarse; y sus ojos enturbiados nadaban en agua, la cual se
derramaba al parpadear y se deslizaba y caía a gotas por la punta de la nariz. Y tal
voluptuosidad experimentaba al mirar y acariciar así sus penas, que no podía tolerar
la intromisión de cualquier alegría terrena o de cualquier inoportuno deleite; era
cosa tan sagrada que no admitía contactos profanos; y por eso, cuando su prima
Mary entró dando saltos de contenta, encantada de verse otra vez en casa después
de una eterna ausencia de una semana en el campo, Tom se levantó y, sumido en
brumas y tinieblas, salió por una puerta cuando ella entró por la otra trayendo
consigo la luz y la alegría. Vagabundeó lejos de los sitios frecuentados por los
rapaces y buscó parajes desolados, en armonía con su espíritu. Una larga almadía
de troncos, en la orilla del río, le atrajo; y sentándose en el borde, sobre el agua,
contempló la vasta y desolada extensión de la corriente. Hubiera deseado morir
ahogado; pero de pronto, y sin darse cuenta, y sin tener que pasar por el
desagradable y rutinario programa ideado para estos casos por la Naturaleza.
Después se acordó de su flor.
La sacó, estrujada y lacia, y su vista acrecentó en alto grado su melancólica
felicidad. Se preguntó si ella se compadecería si lo supiera. ¿Lloraría? ¿Querría
poder echarle los brazos al cuello y consolarlo? ¿O le volvería fríamente la espalda,
como todo el resto de la humanidad? Esta visión le causó tales agonías de delicioso
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Preparado por Patricio Barros