Tom Sawyer
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Mark Twain
prisioneros y se acordaron los términos del próximo desacuerdo; y hecho esto, los
dos ejércitos formaron y se fueron, y Tom se volvió solo hacia su morada.
Al pasar junto a la casa donde vivía Jeff Thatcher vio en el jardín a una niña
desconocida: una linda criaturita de ojos azules, con el pelo rubio peinado en dos
largas trenzas, delantal blanco de verano y pantalón con puntillas. El héroe, recién
coronado de laureles, cayó sin disparar un tiro. Una cierta Amy Lawrence se disipó
en su corazón y no dejó ni un recuerdo detrás. Se había creído locamente
enamorado, le había parecido su pasión, un fervoroso culto, y he aquí que no era
más que una trivial y efímera debilidad.
Había dedicado meses a su conquista, apenas hacía una semana que ella se había
rendido, él había sido durante siete breves días el más feliz y orgulloso de los
chicos; y allí en un instante la había despedido de su pecho sin un adiós.
Adoró a esta repentina y seráfica aparición con furtivas miradas hasta que notó que
ella le había visto; fingió entonces que no había advertido su presencia, y empezó
«a presumir» haciendo toda suerte de absurdas a infantiles habilidades para
ganarse su admiración. Continuó por un rato la grotesca exhibición; pero al poco, y
mientras realizaba ciertos ejercicios gimnásticos arriesgadísimos, vio con el rabillo
del ojo que la niña se dirigía hacia la casa. Tom se acercó a la valla y se apoyó en
ella, afligido, con la esperanza que aún se detendría un rato. Ella se paró un
momento en los escalones y avanzó hacia la puerta. Tom lanzó un hondo suspiro al
verla poner el pie en el umbral; pero su faz se iluminó de pronto, pues la niña arrojó
un pensamiento por encima de la valla, antes de desaparecer. El rapaz echó a
correr y dobló la esquina, deteniéndose a corta distancia de la flor; y entonces se
entoldó los ojos con la mano y empezó a mirar calle abajo, como si hubiera
descubierto en aquella dirección algo de gran interés. Después cogió una paja del
suelo y trató de sostenerla en equilibrio sobre la punta de la nariz, echando hacia
atrás la cabeza; y mientras se movía de aquí para allá, para sostener la paja, se fue
acercando más y más al pensamiento, y al cabo le puso encima su pie desnudo, lo
agarró con prensiles dedos, se fue con él renqueando y desapareció tras de la
esquina. Pero nada más que por un instante: el preciso para colocarse la flor en un
ojal, por dentro de la chaqueta, próxima al corazón o, probablemente, al estómago,
porque no era ducho en anatomía, y en modo alguno, supercrítico.
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Preparado por Patricio Barros