Tom Sawyer
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Mark Twain
en el rincón del almacén de ladrillos. Un momento después dos hombres pasaron
ante él rozándole, y uno de ellos parecía llevar algo bajo el brazo. ¡Debía de ser
aquella caja! Así, pues, se llevaban el tesoro.
¿Por qué llamar entonces a Tom? Sería insensato: los dos hombres desaparecerían
con la caja para no volverlos a ver jamás. No; se iba a pegar a sus talones y
seguirlos; confiaba en la oscuridad para no ser descubierto. Así arguyendo consigo
mismo, Huck saltó de su escondrijo y se deslizó tras ellos como un gato, con los
pies desnudos, dejándoles la delantera precisa para no perderlos de vista.
Siguieron un trecho subiendo por la calle frontera al río y torcieron a la izquierda
por una calle transversal. Avanzaron por allí en línea recta, hasta llegar a la senda
que conducía al monte Cardiff, y tomaron por ella. Pasaron por la antigua casa del
galés, a mitad de la subida del monte, y sin vacilar siguieron cuesta arriba. «Bien
está -pensó Huck-, van a enterrarla en la cantera abandonada». Continuaron hasta
la cumbre; se metieron por el estrecho sendero entre los matorrales, y al punto se
desvanecieron en las sombras. Huck se apresuró y acortó la distancia, pues ahora
ya no podrían verle. Trotó durante un rato; después moderó el paso, temiendo que
se iba acercando demasiado; siguió andando un trecho y se detuvo.
Escuchó, no se oía ruido alguno, y sólo creía oír los latidos de su propio corazón. El
graznido de una lechuza llegó hasta él desde el otro lado de la colina... ¡Mal
agüero!...; pero no se oían pasos. ¡Cielos!, ¿estaría todo perdido? Estaba a punto de
lanzarse a correr cuando oyó un carraspeo a dos pasos de él. El corazón se le subió
a la garganta, pero se lo volvió a tragar, y se quedó allí, tiritando como si media
docena de intermitentes le hubieran atacado a un tiempo, y tan débil, que creyó
que se iba a desplomar en el suelo.
Conocía bien el sitio: sabía que estaba a cinco pasos del portillo que conducía a la
finca de la viuda de Douglas. «Muy bien -pensó-, que lo entierren aquí; no ha de ser
difícil encontrarlo.» Una voz le interrumpió, apenas audible: la de Joe el Indio.
-¡Maldita mujer! Quizás tenga visitas... Hay luces, tan tarde como es.
-Yo no las veo.
Esta segunda voz era la del desconocido, el forastero de la casa de los duendes. Un
escalofrío corrió por todo el cuerpo de Huck. ¡Ésta era, pues, la empresa de
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Preparado por Patricio Barros