Tom Sawyer
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Mark Twain
Capítulo 28
En la guarida del Indio Joe
Tom y Huck se aprestaron aquella noche para la empresa. Rondaron por las
cercanías de la posada, hasta después de las nueve, vigilando uno el callejón a
distancia y el otro la puerta de la posada. Nadie penetró en el callejón ni salió por
allí; nadie que, se pareciese al español traspasó la puerta. La noche parecía serena;
así es que Tom se fue a su casa después de convenir que si llegaba a ponerse muy
oscuro, Huck iría a buscarle y maullaría y entonces él se escaparía para que
probasen las llaves. Pero la noche continuó clara y Huck abandonó la guardia y se
fue a acostar en un barril de azúcar, vacío, a eso de las doce.
No tuvieron el martes mejor suerte, y el miércoles tampoco. Pero la noche del
jueves se mostró más propicia. Tom se evadió en el momento oportuno con una
maltrecha linterna de hojalata, de su tía, y una toalla para envolverla. Ocultó la
linterna en el barril de azúcar de Huck y montaron la guardia. Una hora antes de
media noche se cerró la taberna, y sus luces -únicas que por allí se veían- se
extinguieron. No se había visto al español; nadie había pasado por el callejón. Todo
se presentaba propicio. La oscuridad era profunda: la perfecta quietud sólo se
interrumpía, de tarde en tarde, por el rumor de truenos lejanos.
Tom sacó la linterna, la encendió dentro del barril envolviéndola cuidadosamente en
la toalla, y los dos aventureros fueron avanzando en las tinieblas hacia la posada.
Huck se quedó de centinela y Tom entró a tientas en el callejón. Después hubo un
intervalo de ansiosa espera, que pesó sobre el espíritu de Huck como una montaña.
Empezó a anhelar que se viese algún destello de la linterna de Tom: eso le
alarmaría, pero al menos sería señal que aún vivía su amigo.
Parecía que ya habían transcurrido horas enteras desde que Tom desapareció.
Seguramente le había dado un soponcio; puede ser que estuviese muerto; quizá se
le había paralizado el corazón de puro terror y sobresalto. Arrastrado por su
ansiedad, Huck se iba acercando más y más al callejón, temiendo toda clase de
espantables sucesos y esperando a cada segundo el estallido de alguna catástrofe
que le dejase sin aliento. No parecía que le pudiera quitar mucho, porque respiraba
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Preparado por Patricio Barros