Tom Sawyer
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Mark Twain
-Muy bien. Pero ten por cierto que yo no voy a tirar los diamantes. Los hay que
valen hasta veinte dólares cada uno. Casi no hay ninguno, escasamente, que no
valga cerca de un dólar.
-¡No! ¿Es de veras?
-Ya lo creo: cualquiera te lo puede decir. ¿Nunca has visto ninguno, Huck?
-No, que yo me acuerde.
-Los reyes los tienen a espuertas.
-No conozco a ningún rey, Tom.
-Me figuro que no. Pero si tú fueras a Europa verías manadas de ellos brincando por
todas partes.
-¿De veras brincan?
-¿Brincar?... ¡Eres un mastuerzo! ¡No!
-¿Y entonces por qué lo dices?
-¡Narices! Quiero decir que los verías... sin brincar, por supuesto: ¿para qué
necesitaban brincar? Lo que quiero que comprendas es que los verías esparcidos
por todas partes, ¿sabes?, así como si no fuera cosa especial. Como aquel Ricardo
el de la joroba.
-Ricardo... ¿Cómo se llamaba de apellido?
-No tenía más nombre que ése. Los reyes no tienen más que el nombre de pila.
-¿No?
-No lo tienen.
-Pues, mira si eso les gusta, Tom, bien está; pero yo no quiero ser un rey y tener
nada más el nombre de pila, como si fuera un negro. Pero dime, ¿dónde vamos a
cavar primero?
-Pues no lo sé. Suponte que nos enredamos primero en aquel árbol viejo que hay
en la cuesta al otro lado del arroyo de la destilería.
-Conforme.
Así, pues, se agenciaron un pico inválido y una pala, y emprendieron su primera
caminata de tres millas.
Llegaron sofocados y jadeantes, y se tumbaron a la sombra de un olmo vecino, para
descansar y fumarse una pipa.
-Esto me gusta -dijo Tom.
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Preparado por Patricio Barros