A los españoles les habría sido muy fácil pegarles un tiro sobre el agua, pero estaban
interesados en apresarlos con vida.
Con pocas remadas llegaron hasta ellos y los golpearon con la proa de la chalupa.
Antes de que se recobraran del golpe, veinte brazos los subieron a bordo, los desarmaron y los
ataron.
Cuando el Corsario Negro se dio cuenta de lo ocurrido estaba atado, al igual que sus
dos compañeros. Un hombre vestido elegantemente con un traje de caballero castellano se
hallaba a su lado.
—¡Usted..., Conde!... —exclamó sorprendido el Corsario.
—Yo, caballero —respondió el castellano sonriendo.
—Jamás hubiera creído que el Conde de Lerma olvidara tan pronto que le salvé la vida
en Maracaibo.
—¿Qué le hace pensar, señor de Ventimiglia, que yo no recuerde el día en que tuve la
suerte de conocerle? —dijo el Conde, en voz baja.
—El que me haya tomado prisionero y me lleve para entregarme al duque flamenco.
—¿Y qué?
—¿Ignora el tremendo odio que hay entre el duque y yo? ¿Que él ahorcó a mis dos
hermanos?
—¡Bah!
—No quiere creerlo, Conde.
—Quiero que sepa que esta carabela me pertenece, que los marineros sólo obedecen
mis órdenes.
—Wan Guld gobierna Maracaibo. Todos los españoles le deben obediencia.
—Gibraltar y Maracaibo están lejos, caballero. Yo le mostraré luego cómo el Conde
de Lerma burlará al flamenco. Y ahora, silencio.
La chalupa, seguida de los otros dos botes, se detenía junto a la carabela. Obedeciendo
al Conde, los marineros transbordaron a los tres filibusteros.
Desde el alcázar de popa descendió rápidamente un hombre de aspecto imponente,
larga barba blanca, anchos hombros y excepcional contextura física a pesar de sus sesenta
años. Como los viejos dogos venecianos, vestía una espléndida coraza de acero cincelado,
llevaba una larga espada y, en la cintura, un puñal con mango de oro. El resto del traje era
español.
Miró en silencio al Corsario. Luego, con voz lenta y mesurada, dijo:
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