escuchar nada, y ver que las hogueras de los campamentos continuaban encendidas, siguieron
su camino siempre con mayor cuidado.
A trescientos metros, Carmaux, que iba primero, se detuvo bruscamente y se ocultó
tras un tronco.
—Alguien viene. Detengámonos aquí —susurró.
Se ocultaron en los arbustos, conteniendo la respiración. Después de algunos instantes
de angustiosa espera, oyeron, a poca distancia, a dos personas que hablaban en voz bajísima.
—Se acerca la hora. ¿Están todos preparados? —preguntaba una voz.
—Ya dejaron los campamentos, Diego.
—¿Y por qué las fogatas siguen encendidas?
—Hay orden de no apagarlas para hacer creer a los filibusteros que no nos hemos
movido.
—¡Qué astuto es el gobernador!
—Es un guerrero, Diego.
—¿Crees que los agarraremos por sorpresa?
—Se defenderán terriblemente. El Corsario Negro solo, vale por veinte.
—Los que salgamos con vida disfrutaremos las diez mil piastras comiendo y
bebiendo.
—¡Buena cantidad, a fe mía!
—¡Eh!... ¿No has oído nada, Sebastián?
—No, compañero.
—Debió ser un insecto o una víbora.
—Buena razón para alejarnos de aquí. Y allá arriba hay diez mil piastras.
Los filibusteros esperaron unos instantes por temor a que los españoles retrocedieran.
—¡Truenos! —exclamó Carmaux—. Empiezo a creer que la suerte nos protege.