—¿Quiere saberlo, comandante? Veo a seis u ocho soldados que se revuelcan como
locos.
—¡El niku!... Hay que. mandarles un calmante —rió el hamburgués.
—Déjenlos tranquilos —dispuso el Corsario—. Debemos economizar municiones. —
Y volvió a su puesto de observación.
En la carabela se advertía un movimiento insólito: varios hombres se afanaban
alrededor de un cañón. En tierra, los batallones que intentaron subir la colina no parecían
haber vuelto a la playa. Entretanto, Carmaux volvía a poner en el asador los dos peces del
suspendido almuerzo.
—Este asunto comienza a ponerse muy feo —dijo el Corsario, que regresaba de su
puesto de observación.
—También yo temo, comandante, que esta noche intenten un ataque definitivo —dijo
Carmaux.
—Es lo mismo que yo creo —replicó el Corsario.
—No podremos hacer frente a tantos hombres.
—¿Y si intentáramos romper el sitio?
—¿Y después?
—Podríamos apoderarnos de uno de los botes.
—No es una mala idea —dijo el Corsario, tras meditar algunos instantes—.
Tendremos que esperar la noche. Pero debe ser antes de que la luna salga.
CAPÍTULO 10
EN PODER DEL ENEMIGO
Durante todo aquel largo día ni Wan Guld ni los marineros de la carabela dieron
señales de vida. Sin duda querían obligarlos a rendirse por hambre o por sed. Al gobernador le
interesaba tomar vivo al Corsario y colgarlo como ya lo había hecho con sus dos infortunados
hermanos.
Pero los filibusteros se habían preparado para partir.
Hacia las once de la noche después de inspeccionar los alrededores y de asegurarse de
que el enemigo se mantenía en los mismos sitios, cargaron los pocos víveres que les
quedaban, juntaron sus municiones, unos treinta tiros, y abandonaron sin hacer el menor ruido
la fortificación de la colina.
Se deslizaban sigilosamente, como reptiles, para no provocar sonidos ni desprender
piedras, con todos los sentidos alertas, para descubrir a posibles centinelas emboscados. Al no
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