El Corsario se colocó en el puesto de vigía y los dos filibusteros encendieron fuego.
Un cuarto de hora después, las rayas estaban asadas y los corsarios preparados para darles el
bajo. Pero un cañonazo retumbó en el mar.
—¡Rayos! ¡Nos estropearon el almuerzo!... —gritó Carmaux, saltando.
—¡Quieren pulverizarnos! —exclamó el hamburgués.
—¿Ve españoles, comandante?
—Están a quinientos pasos.
—¡Rayos!... Se me ocurre que nosotros también podríamos bombardearlos.
—¿Has encontrado algún cañón?... ¿O te ha dado insolación?
—No, comandante. Se trata sólo de que hagamos rodar estos peñascos por las laderas.
—La idea es buena. La pondremos en práctica en el momento oportuno. Ahora
cúbranse, para no recibir una esquirla en la cabeza.
Se separaron y ocultaron detrás de los últimos arbustos que rodeaban la cresta de la
colina. Esperaban al enemigo para abrir fuego.
Los marineros de la carabela, por su parte, trepaban intrépidamente por dos flancos,
estimulados sin duda por la promesa de una buena recompensa.
—¡Amigos! —dijo el Corsario—. Ocupémonos de los que suben a nuestras espaldas.
Dejemos a los otros a la suerte del niku.
—¿Empezamos el bombardeo? —preguntó el hamburgués, haciendo rodar un peñasco
de medio quintal.
—Adelante —dijo el Corsario.
Una formidable avalancha se abrió paso a través del bosque con el estruendo de un
huracán, saltando, golpeando y destrozando todo. Los soldados retrocedían rápidamente entre
gritos de horror y algunos disparos.
—¡Otra descarga, hamburgués! —gritó Carmaux.
—Estoy listo, amigo.
—¡Hacia el estanque! —ordenó el Corsario.
—Siempre que los de ahí no tengan cólicos.
Observaron. No se veía a nadie. Hicieron una nueva descarga general, en forma de
abanico, pero tampoco obtuvieron respuesta ni escucharon grito alguno.
—¿Qué estará haciendo el enemigo? —se preguntó en voz alta el Corsario.
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