—¡Maldición! —aulló el Corsario, con ojos llameantes—. Ese perro se me escapa otra
vez.
—¡Es una carabela española!
—Rápido, amigos, remen hacia el islote antes de que nos hundan.
El gobernador, ya en la carabela, informaba al comandante del peligro que acababa de
correr.
—Los españoles se alistan para apresarnos —gritó el Corsario.
—Estamos a cien metros de la playa —repuso Carmaux.
Vieron entonces brillar una mecha en la proa del barco y sin más se tiraron al agua con
sus armas. Un proyectil de tres libras rompió la canoa.
Los filibusteros, escapados por milagro, se arrastraron por la playa seguidos por una
veintena de disparos.
—¿Están heridos, mis amigos? —preguntó el Corsario.
—Los que tiran no son filibusteros: suelen errar.
—¡Síganme! ¡A la espesura!
Los corsarios llegaron hasta la falda de una colina sin encontrar ser viviente. Allí
decidieron, a pesar del cansancio, llegar hasta la cima para deliberar sin molestias y vigilar al
enemigo.
Necesitaron dos horas de fatigoso trabajo para abrirse paso en la espesura y llegar a
una cumbre casi desnuda. A la luz de la luna, que acababa de salir, pudieron ver la carabela y
a los soldados acampando en la playa, temerosos de internarse en el bosque.
—Es la segunda vez que se me escapa de las manos —comentó agrio el Corsario.
—Ahora —añadió el hamburgués— corremos el riesgo de caer en las suyas.
—Parece que estamos condenados a la horca. No contaremos aquí con la ayuda de un
notario o de un conde de Lerma.
—¡El Olonés tendrá que venir en nuestra ayuda!
—¿Pero cuándo?
—Wan Guld debe estar colocando la soga con la cual me va a colgar —dijo con rabia
el Corsario.
—¿Qué debemos hacer, capitán? —inquirieron los dos marineros.
—Resistir todo el tiempo posible.
—¿Aquí? —preguntó Carmaux.
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