—¿Acortamos distancia?
—Continuamente —repuso el Corsario, sentado a proa, con el arma entre las manos.
Repentinamente, la proa chocó contra algo.
—¡Truenos! —gritó Carmaux—. ¿Un barco?
—Es un cadáver —dijo el Corsario, apartando el cuerpo de un oficial español.
—Alivianan la canoa —comentó Wan Stiller.
Minutos después, la canoa del gobernador cruzaba una zona fosforescente. El Corsario
pudo distinguir la odiada cabeza del flamenco, apuntó y tiró, pero no se oyó ningún grito.
—Errado, capitán —dijo Carmaux.
—Se apunta mal desde la canoa.
—¡Alarga la remada, Wan Stiller!
—Me estoy rompiendo los músculos —jadeó el hamburgués.
Evidentemente, acortaban distancia, a pesar de los prodigiosos esfuerzos del indio mal
secundado por un oficial español y el gobernador. Ahora la canoa se distinguía perfectamente,
pues atravesaba de nuevo una zona de fosforescencia. A cuatrocientos pasos, de pie en la
canoa, el Corsario tronó: —
—¡Deténganse o disparamos!
Nadie respondió y la canoa viró de golpe hacia los juncales de la costa, sin duda para
buscar refugio en el río Catatumbo.
—¡Entonces, muere, perro!... —aulló el Corsario.
Apuntó a la cabeza de Wan Guld, pero la veloz marcha de la embarcación le impedía
mantener la puntería. Tres veces bajó el arma y volvió a apuntar. La cuarta vez tiró. Al
disparo siguió un grito y un hombre cayó al agua.
—¿Tocado?... —preguntaron ambos filibusteros.
El Corsario lanzó una blasfemia: el hombre muerto era el indio.
El gobernador y su acompañante, conscientes de su inferioridad, se dirigían a una
isleta, con la intención de protegerse del fuego de su enemigo. Pero una voz gritó en ese
instante:
—¿Quién vive?...
El gobernador y su compañero gritaron:
—¡España!
Una gran nave salió de detrás del promontorio de un islote.
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