LA FUGA DEL FLAMENCO
Hacía diez días que habían salido de Maracaibo, diez días y diez noches metidos en la
selva, cada vez en condiciones más precarias. La marcha se hacía interminable por esos
terrenos pantanosos que obligaban a largos rodeos. Ya les faltaban las fuerzas, las piernas les
flaqueaban a esos duros marineros, sobre todo por la falta de víveres. Sólo el Corsario parecía
no sentir el rigor de la expedición, impulsado por su odio hacia Wan Guld.
Una nueva noche los sorprendió sin encontrar rastro de sus enemigos, pero presentían
por instinto que no podían estar lejos.
Aquella noche se vieron obligados a dormir sin probar bocado.
—¡Barriga de tiburón! —exclamó Carmaux, masticando algunas hojas dulces—. Si
continuamos así, llegaremos a Gibraltar directamente al hospital.
Cuando reanudaron la marcha, al mediodía, estaban más cansados que la noche
anterior. Caminaban tratando de conservar la dirección sudeste en que estaba Gibraltar, a
orillas del lago Maracaibo. De pronto, a poca distancia de ellos, sonó un disparo.
—¡Al fin! —exclamó el Corsario, desnudando su espada.
—Señor, un consejo —sugirió el catalán—. Tratemos de tenderles una trampa.
—¿Cómo?
—Podemos esperarlos en el monte y obligarlos a rendirse sin lucha. Ellos son más de
ocho y nosotros somos cinco, y estamos agotados.
—¿Piensas que ellos pueden estar en mejores condiciones que nosotros? De todos
modos, acepto tu consejo.
Renovaron la carga de sus armas y se dispusieron a avanzar, arrastrándose entre lianas
y raíces con el mayor sigilo. El Corsario volaba casi sobre la hojarasca, sin dar muestras de
cansancio. Súbitamente se detuvo; se escuchaban dos voces en medio de un monte de caluros.
—Diego —decía una voz débil—, un sorbo de agua, por favor..., antes de que cierre
mis ojos.
—No puedo, Pedro, esos perros indígenas... me han herido de muerte.
El Corsario, que se había lanzado en medio de la arboleda con su espada en alto y su
pistola gatillada, se encontró con dos soldados agonizantes.
—¡Caballero!... —dijo uno de ellos, alzándose apenas—, ¿mataría a unos
moribundos?
—¡Pedro! ¡Diego! —exclamó el catalán, que llegaba corriendo.
—¡Silencio! —ordenó el Corsario—. ¡Díganme dónde está Wan Guld!
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