—Un marinero siempre tiene hilo —respondió Carmaux.
—Ahora deben atarse dos insectos a la pantorrilla. Así lo hacen los indios. Con estas
luciérnagas podremos ver todos los obstáculos de la selva.
Al cabo de una complicada tarea para instalar estos verdaderos fanales vivientes, que
duró más de media hora, los hombres apuraron el paso. Cerca se oían gritos, señal de que la
tribu había acampado y que se preparaba para celebrar la victoria con algún monstruoso
banquete.
—¡Rayos y centellas! —exclamó Carmaux, tropezando y levantándose—. ¿Qué es
esto?... ¡Un muerto!
Un indio, con la cabeza adornada con plumas de arará, yacía entre las hojas y las
raíces. Tenía la cabeza destrozada de un sablazo.
Los filibusteros buscaron sobrevivientes entre la hierba, pero sólo encontraron a otro
indio muerto y algunas mazas y flechas esparcidas. Entonces se dirigieron rápidamente hacia
el lugar de! bosque que proyectaba una luz vivísima hacia el cielo.
CAPÍTULO 8
FLECHAS, GARRAS Y COCINA
Una escena sobrecogedora se ofreció a sus miradas. El fuego que los guarives
atizaban, y las plantas que recogían, estaban destinados a dos cuerpos humanos, que los
caníbales aderezaban para su inmundo banquete.
Carmaux se estremeció:
—¡Son peores que hienas! —musitó.
—¡Qué fin más horroroso!
—Señor —preguntó el catalán, con ojos suplicantes—, ¿se atreve usted a arrancarlos
de las manos de esos monstruos y darles honorable sepu ltura?... Los guarives le perseguirán,
señor.
—¡Bah!... No temo a los indios —dijo el Corsario, con soberbia—. Son apenas dos
docenas.
—Pero esperan a los demás para devorar...
—Mejor. Antes de que sus compañeros lleguen, nosotros habremos sepultado a tus
camaradas.
Agazapados, los filibusteros urdieron un rápido plan y se precipitaron sobre los
guarives, sorprendiéndolos y arrebatándoles los cuerpos. Los indios sobrevivientes huyeron
entre las balas. Entretanto, el catalán y Wan Stiller abrían velozmente una fosa en el terreno
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