—¿Qué es eso?... —se preguntó de pronto el negro, auscultando el silencio del
bosque.
—No he oído nada —respondió Carmaux.
—¡Los indios! —aseguró el negro.
Rápidamente Carmaux agarró el sombrero y la chaqueta de Wan Stiller, y armó unos
muñecos con unas ramas, las prendas del hamburgués y las propias.
—Ahora el Corsario y el catalán están protegidos —expresó Carmaux, contento por su
inventiva.
—¡Silencio, compadre! ¡Ahí vienen!
Ocultos entre la hierba, sintieron muy pronto el silbido característico de las flechas.
Varias se clavaron sobre los muñecos; un indio apareció enarbolando una masa y cuando
Carmaux se aprestaba a dispararle, una descarga de fusiles acompañada de horribles gritos
hizo que el indio se ocultara.
—¿Dónde están? —se levantó preguntando el Corsario, espada en mano, y seguido
por el catalán.
—Desaparecieron, comandante.
—¿Y esos tiros?
—Son de hombres blancos que luchan con los indios.
—¡El gobernador y su escolta! Lamentaría que lo mataran los guarives.
—Parece que la lucha ha terminado —comentó el catalán—. Por el gobernador no me
movería, pero sí por mis compañeros.
—¿Te atreverías a llevarnos hasta ellos? —preguntó el Corsario, con voz sombría.
—La noche está oscura, señor, pero... podríamos encender algunas ramas cauchíferas.
—Atraeríamos la atención de los indios.
—Es cierto, señor, pero allá veo cucuyos. ¡Déme usted cinco minutos de tiempo!
El catalán corrió hasta un árbol y quitándose el casco empezó una extraña cacería de
puntos luminosos que revoloteaban fantásticamente en las tinieblas.
—¡Demonio de catalán! ¿Qué serán los cucuyos? —masculló Carmaux.
—¡Calma! —repuso Wan Stiller—. Desde aquí no le pierdo la vista.
El soldado volvió luego y extrajo de su gorro un insecto que difundía una bella luz
verde pálido.
—¿Quién tiene hilo? —inquirió.
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