El brujo ordenó callar a los tocadores de flauta y gritó, en un pésimo español:
—¡Los hombres blancos me oigan!...
—Los hombres blancos te escuchan —contestó el catalán.
—Este es territorio de los guarives. No pueden violar nuestros bosques.
—Somos amigos. No hacemos la guerra a los hombres de color.
—La amistad de los hombres blancos no está hecha para los Arawaki. Vuelvan a sus
tierras o los comeremos a todos.
—¡Diablos!... —exclamó Carmaux.
—Antropófagos —murmuró el Corsario.
El brujo se dirigió a éste:
—¿Eres el jefe? —preguntó.
—Sí. ¿Has visto pasar a unos hombres blancos por aquí? —preguntó el Corsario a su
vez.
—Sí. Pero no irán muy lejos, porque los comeremos.
—Nosotros te ayudaremos a matarlos.
—¡No! ¡Hombres blancos deben irse!
—Nosotros atravesaremos tu bosque aunque se oponga tu tribu.
—Te lo impediremos. —~
—¡Hombres de mar! —gritó el Corsario—. Mostrémoles a estos indios el poder de
nuestras armas.
Al verlos avanzar con sus fusiles, el brujo huyó precipitadamente con los tocadores de
flauta, pero el Corsario no permitió que sus hombres hicieran fuego; no quería ser el primero
en iniciar la lucha.
Encabezado por el Corsario Negro, el piquete cruzó la peor parte de la selva entre
flechas perdidas y alguna jabalina lanzada por los indios, a las que los filibusteros
respondieron con tiros al azar.
Cuando el sol estaba próximo a ponerse, los hombres acamparon en un enorme claro,
pues sabían que los indígenas no se atreven a atacar en terreno descubierto.
Comieron frugalmente un poco de tortuga y unas galletas, y ordenaron los turnos para
dormir.
La primera guardia la iniciaron los dos marineros y el negro, dentro del círculo de
fuego que éste había encendido, y al que arrojaban puñados de pimiento de cuando en cuando,
remedio excelente contra los mosquitos, los asaltos de los hombres y de las fieras.
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