Llevaban dos horas caminando con mil precauciones en dirección al sur. Los pájaros y
los monos habían desaparecido, sin duda ante la presencia de sus más encarnizados enemigos:
los indios, que estiman mucho su carne. De pronto oyeron las modulaciones de una flauta de
bambú.
—¿Es una señal, verdad? —preguntó el Corsario al catalán.
—Sí, señor. Y muy peligrosa, considerando que los indios son aliados del gobernador.
—Sigamos avanzando —ordenó el Corsario.
Fue providencial que el catalán se agachara al emprender la marcha, porque varias
flechas pasaron silbando y se clavaron en una rama a la altura de un hombre.
—¡Cúbranse! ¡Esas flechas están envenenadas!
Wan Stiller, el negro y Carmaux dispararon sus armas al unísono, pero no se escuchó
un solo ruido. Después, se sintieron unas melancólicas notas de flauta en la espesura.
—¡Acabemos con esos malditos indios, comandantes! ¡Incendiemos el bosque!
—No. Forzaremos el paso. Avanzaremos disparando hacia todos lados —respondió
éste.
A una seña del Corsario, los hombres avanzaron en medio de un furioso tiroteo. Éste
produjo cierto efecto en el enemigo, pues no se vio a ninguno. Alguna flecha caía de repente,
pero sin alcanzarlos. Ya creían haber escapado de la celada, cuando un enorme árbol cayó
delante de ellos con gran estrépito.
—¡Truenos de Hamburgo! —exclamó Wan Stiller—. Un poco más y nos hace
mermelada.
—Quiero verles la cara a estos obstinados indios —dijo Carmaux, recargando su
revólver.
—Manténganse separados. Ofrecerán menos blanco a las flechas —recomendó el
Corsario.
Las flautas, con sus tristes sones, se oían cada vez más cerca.
—¡Un momento! —dijo el catalán—. Ésa no es una melodía guerrera.
—¿Qué quiere decir?
—¡Vean! Ahí está el parlamentario, el brujo.
Un indio acababa de aparecer, seguido de dos tocadores de flauta. Era un hombre
maduro, de estatura media, como casi todos los naturales de Venezuela. Ten :