Test Drive | Page 68

—Mañana el caimán flotará y le servirá de desayuno —dijo el catalán. Los filibusteros siguieron por la orilla de la laguna, cuidándose de los reptiles venenosos que merodeaban por allí. A mediodía el Corsario, al ver a sus hombres cansados después de la ininterrumpida caminata de diez horas, ordenó hacer un alto. Para economizar los pocos víveres que llevaban y que serían preciosos durante el cruce de la selva, salieron a recoger alimentos silvestres. El hamburgués y el africano se dedicaron a recolectar los vegetales y Carmaux y el catalán salieron de caza. —Es increíble que en estas selvas no haya ni un gato —se quejó Carmaux. —No nos faltaran jaguares. —¿No ves por ahí una cabrita, catalán de mi corazón? Sorpresivamente, un animal de medio metro de largo, rojizo, patas cortas y cola peluda, saltó delante de ellos. Sin saber qué clase de animal era, Carmaux apuntó y disparó. El animal dio un brinco y huyó, dejando tras de sí un hilillo de sangre. Carmaux se lanzó tras él. —¡Para! —gritó el catalán—. ¡Te vas a romper la nariz! El animal huía a todo correr y Carmaux ya iba a darle alcance cuando aquél, extenuado por la pérdida de sangre, se dejó caer junto a un tronco. Carmaux se precipitó sobre él, pero fue recibido por un hedor tan terrible, que cayó hacia atrás ahogado. —¡Por la muerte de todos los tiburones del océano! ¡Que reviente esta carroña! —No tengo valor para llegar a tu lado —le gritó el catalán, tapándose la nariz. —¿Qué pasa? Estoy mareado. —Te ha fumigado un zorrino. Estarás perfumado una semana entera. No te muevas, voy por ramas para ahumarte. —¡Demonios!... ¡Prefiero vérmelas con jaguares! El calor era intenso. Los filibusteros llevaban las ropas empapadas en sudor. Caminaban por las márgenes de una laguna desprovista de árboles, de donde se levantaba una ligera niebla portadora de miasmas. Por suerte, a las cuatro de la tarde divisaron un bosque; se internaron en su sombra húmeda reanimados, pero el grito del negro que cerraba la fila los detuvo: un pedazo de género flotaba en un pantano verde. Se acercaron al estanque cenagoso, que parecía una lengua de agua disecada, y vieron una pluma de gorro español y, muy cerca de ella, cinco pequeñas clavijas cuyo color hizo estremecer a los filibusteros. —¡Los dedos de una mano!... —exclamaron al mismo tiempo Carmaux y Wan Stiller. —¡Qué horrible muerte la de ese soldado! —Wan Guld ha pasado por aquí —murmuró el Corsario. Página 68