—Perderemos un tiempo precioso —dijo el Corsario—, pero en media hora amanece.
Además, ¿acaso piensan ustedes que los fugitivos no encuentran obstáculos?
Se echaron, entonces, al pie de un árbol a esperar que la cerrada oscuridad se disipara.
En el bosque empezaban a resonar otra vez los mil ruidos de toda clase de pájaros, batracios e
insectos.
Apenas la luz penetró el follaje, los filibusteros se pusieron en pie. Antes de reiniciar
la marcha bebieron una exquisita leche, ordeñada del árbol de la leche por el catalán. Una
bota de Carmaux hizo las veces de jarro.
El español caminaba lentamente por temor a la ciénaga, cuando se oyó un grito ronco
y un ruido sordo seguido de una zambullida.
—Ése ha sido un animal —dijo Carmaux.
—Sí, el rugido de un jaguar.
—Mal encuentro.
Se detuvieron.
A unos cincuenta o sesenta metros descubrieron al jaguar. Estaba a la orilla de una
laguna formada por residuos de la selva, al acecho, como un gato dispuesto a atrapar a un
ratón. Se acercaron sin ruido, con las espadas desenvainadas. Era un ejemplar de gran tamaño
y de extraordinaria belleza. Sus hirsutos bigotes se movían apenas y su larga cola rozaba
suavemente las hojas.
—¿Qué espera