Test Drive | Page 66

Avivaron el fuego y se quedaron escuchando el característico ronronear de los felinos y el ruido de las hojas secas. Sin duda, la fiera había olfateado la proximidad del hombre y avanzaba sigilosa. Pero al parecer el fuego la atemorizó. De pronto se oyeron los crujidos de las ramas y de las hojas secas que indicaban su retirada. A medianoche apareció la luna. Los vigías despertaron a los que dormían y el Corsario dio la señal de partida. Habían perdido el sendero abierto por los fugitivos, pero no parecían preocuparse por ello, pues caminaban hacia el sur, hacia Gibraltar, orientándose por la brújula. —Juraría que nos siguen —dijo el catalán, deteniéndose. —¿Crees que alguien pueda seguirnos? —preguntó el Corsario. —No, salvo un indígena. —Continuemos con las espadas desenvainadas —ordenó el Corsario. El piquete siguió su camino con prudencia. De pronto, una masa oscura cayó sobre el catalán desde una palma. Los filibusteros creyeron que era una rama. —¡Socorro! —gritó el español—. ¡El jaguar! Pasado el primer instante de sorpresa, el Corsario se lanzó en ayuda del soldado, hundiendo la espada en el cuerpo de la fiera. Pero ésta se volvió hacia su nuevo adversario. El Corsario se retiró con presteza. La fiera vaciló un instante, y tras buscar el espacio suficiente, se arrojó otra vez, describiendo una parábola de seis metros, para caer a los pies del Corsario. La espada de éste le penetró en el pecho, en tanto que el africano le rompía la cabeza con la culata de su pesada carabina. —¿Está vivo? —preguntó el Corsario al catalán, que se levantaba. —Gracias a la coraza de piel de búfalo, señor mío, que llevo bajo la chaqueta. Sin ella, me desgarra el pecho. —¡Adelante!, sigamos nuestro camino —ordenó el Corsario—. Este jaguar nos ha hecho perder un tiempo precioso. Avanzaban ahora sobre un terreno muy húmedo. Bajo la presión de los pies el agua saltaba, y los árboles adquirían un tamaño desmesurado. El catalán, conocedor de la región, sondeaba el suelo con una rama antes de pisar. De pronto se detuvo. —¿Otro jaguar? —preguntó Carmaux que venía detrás de él. —No me atrevo a seguir avanzando antes de que salga el sol. —¿Qué temes? —inquirió el Corsario. —Me hundo en este terreno. Estamos cerca de una sabana movediza. Página 66