Cincuenta metros más allá, el catalán, desde la copa de un árbol, descubrió una daga, y
ya en tierra, el Corsario recogió un puñal de hoja corta damasquinada.
—Aquí volvieron a tomar contacto con el suelo —dijo.
Un poco más allá se veía un sendero abierto con hachas.
—Excelente —comentó Carmaux—. Nos han ahorrado trabajo y ganaremos tiempo.
—Pero están todavía lejos —repuso el Corsario—. De lo contrario escucharíamos el
ruido de sus armas.
—Haremos lo posible por alcanzarlos.
El catalán y los filibusteros corrían, en mutua competencia, cuando su rápida carrera
se vio detenida por un obstáculo imprevisto. Habían llegado a una zona de espinos, que en las
selvas vírgenes de las Guayanas hace imposible la marcha de un hombre que no lleve
polainas.
—¡Truenos de Hamburgo!... —exclamó Wan Stiller—. De aquí saldremos lacerados
como San Bartolomé.
—¡Bah!, hallaremos otro paso —aseguró el catalán—. Desgraciadamente ya está muy
oscuro.
Y contra su voluntad debieron acampar para esperar la salida de la luna.
Se acomodaron lo mejor posible junto al tronco de un árbol gigante después de
haberse asegurado de que allí no había serpientes venenosas. Comieron, y luego de distribuir
la guardia se dispusieron a dormir.
Carmaux, que hacía el primer turno con el africano, estaba desconcertado con el ruido
estrepitoso de la selva.
—¿Qué jauría es ésa, compadre negro?
—Son ranas, compadre blanco —rió el negro.
—¡Parece que estuvieran batiendo todos los calderos del infierno!
—¿Y eso? —susurró Carmaux tras un rato—. Eso no es una rana.
—¡No! Es un jaguar —dijo el negro, con seriedad.
—¡Rayos y centellas!
Un segundo maullido, más cercano, hizo temblar al negro. El Corsario apareció con
aspecto tranquilo.
—¡Un jaguar, comandante! —dijo Carmaux.
—Suceda lo que suceda, no disparen —repuso el Corsario, con la misma calma.
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