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CAPÍTULO 7 A LA CAZA DE SAM GULD Es difícil hacerse una idea de la lujuriosa vegetación del suelo húmedo y cálido de las regiones sudamericanas, especialmente en las cuencas de los grandes ríos. Es tierra virgen, perpetuamente fertilizada por las hojas y por las frutas que se amontonan desde hace siglos, y cubierta por gigantescas plantas, que no pueden compararse con las de ninguna región del mundo. —¿Por dónde habrán pasado? —dijo él Corsario—. No veo ningún boquete en esta masa de árboles y lianas. —No se lo ha llevado el diablo —comentó el catalán. —Ni tendrán caballos alados, supongo —agregó el Corsario. —El gobernador es astuto. Ha querido borrar sus huellas. Sin embargo, el catalán logró descubrir huellas de cascos que se internaban por entre una masa de palmas espinosas y se perdían al borde de un arroyo. Efectivamente, las huellas desaparecían allí, pero pronto comprendieron que el gobernador había seguido el curso del arroyo para no dejar rastro. Entraron en el agua, que apestaba a vegetales en estado de descomposición. Un silencio casi total reinaba bajo la bóveda vegetal que se inclinaba sobre el pequeño curso de agua. Solamente de cuando en cuando se escuchaba el tañido de una campana. La producía el llamado pájaro–campana por los españoles. Súbitamente, hubo una violenta detonación, seguida de una lluvia de proyectiles que cayeron en el arroyo con el ruido del granizo —¡Truenos de Hamburgo! —exclamó Wan Stiller—. ¡Nos están ametrallando! Todos sacaron sus revólveres y trataron de protegerse, excepto el catalán que reía. —No tengan miedo —les dijo—, es el árbol–bomba. Era el curioso árbol de la familia de las euforbiáceas que los botánicos llaman hura crepitans. Siguieron en fila india por el agua hasta que el catalán, que iba la cabeza, descubrió una masa de caballos que flotaba. Éstos habían sido ultimados a navajazos. Y las huellas se perdían nuevamente. —¡Miren! ¡Allá, esas ramas que gotean! —¡Los astu tos! —¡Han trepado a los árboles para dejarse caer más allá! Vamos a imitarlos. —¡Muy fácil para marineros como nosotros! —exclamó Carmaux—. ¡Arriba! Página 64