La Tortuga prosperó rápidamente y se convirtió en guarida de todos los aventureros de
Francia, de Holanda, de Inglaterra y de otros países, especialmente bajo la dirección de
Bertrand d'Orgeron, que ejercía el cargo de gobernador por orden del gobierno francés.
Aprovechando la guerra contra España, los filibusteros comenzaron sus audaces
empresas, asaltando, con desesperado coraje, todas las naves españolas que podían
sorprender.
Al principio sólo contaban con míseras chalupas, dentro de las cuales apenas si podían
moverse, pero luego dispusieron de excelentes naves, tomadas al enemigo.
Como no tenían cañones, equiparaban las acciones de tiro con las de sus bucaneros,
que, por ser infalibles, destruían, con pocas descargas, a las tripulaciones españolas. Luego su
audacia alcanzó límites insospechados: enfrentaban a los mayores navíos y los abordaban con
verdadera furia. Nada los detenía: ni la metralla ni las balas ni la más obstinada de las
resistencias. Eran verdaderos desesperados que despreciaban el peligro y no les importaba la
muerte; verdaderos demonios, y así los consideraban, de buena fe, los españoles, que no
podían concebirlos más que como seres infernales.
Pocas veces concedían cuartel a los vencidos; lo mismo hacían sus adversarios.
Solamente dejaban con vida a las personas importantes, para exigir fuertes rescates; a los
demás los tiraban al agua. Por ambas partes eran luchas de exterminio, sin ningún asomo de
generosidad.
Sin embargo, esos ladrones del mar tenían leyes que respetaban rigurosamente, sin
duda mucho más de lo que sus connacionales respetaban las de sus propios países. Todos
tenían los mismos derechos, y sólo se reconocía a los jefes una parte mayor en la distribución
del botín.
Apenas vendido el producto de sus correrías, entregaban los premios a los valientes y
a los heridos. Recibían ciertas sumas los primeros en saltar a los barcos que abordaban, el que
arrancaba la bandera enemiga, y aquellos que, en circunstancias difíciles, lograban obtener
informaciones útiles sobre el movimiento o la fuerza de las tropas españolas. Concedían un
regalo de seiscientas piastras a aquellos que en el asalto perdieran el brazo derecho; quinientas
si el brazo era el izquierdo, cuatrocientas recibía el filibustero que perdía una pierna, y los
heridos recibían una piastra diaria durante dos meses.
A bordo de las naves corsarias regían leyes severísimas que mantenían la disciplina.
Castigaban con la muerte al que dejaba su puesto durante un combate; estaba prohibido beber
alcohol después de las ocho de la noche, hora fijada para el toque de queda; estaban
prohibidos los duelos, los altercados, toda clase de juegos, y pagaba con la vida aquel que
introdujera una mujer a bordo, así fuera la propia esposa.
Los traidores eran abandonados en islas desiertas, y la misma pena sufrían aquellos
que, en el reparto del botín, se hubieran quedado con el más pequeño objeto; pero se comenta
que fueron rarísimos los casos, pues los corsarios eran de una honestidad a toda prueba.
Al convertirse en dueños de muchas naves, se hicieron más audaces, y cuando los
españoles cesaron todo comercio entre sus islas, los corsarios, sin veleros para abordar,
comenzaron grandes empresas.
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