El Rayo viró de bordo, casi en el mismo sitio, y empujado por una brisa fresca que
soplaba del sudeste, se lanzo sobre la ruta del velero señalado, dejando a popa una estela
ancha y rumorosa.
A lo largo de las amuras, los arcabuceros inmóviles espiaban el barco enemigo, e
inclinados sobre las piezas, los artilleros soplaban las mechas dispuestos a desencadenar una
tempestad de metralla.
El Corsario negro y Morgan se mantenían vigilantes en el puente de mando.
Carmaux, Wan Stiller y el negro, en el castillo de proa, conversaban en voz baja.
—Mala noche para esa gente —decía Carmaux—. ¡Me temo que el comandante, con
la ira que lleva en el corazón, no deje vivo ni un solo español!
—A mí me parece que ese barco es muy alto de bordo —reflexionaba Wan Stiller—.
No me gustaría que fuera un barco de línea que va a reunirse con el almirante Toledo.
—¡Psch! Ya habrás oído que el comandante hablaba de acometerle con el espolón.
—¡Truenos de Hamburgo! ¡Si hace eso, cuando menos piense se quedará sin proa El
Rayo!
La voz del Corsario cortó de pronto la conversación.
—¡Hombres de la maniobra! ¡Arriba las suplementarias y afuera las bonetas!
—¡De caza! —exclamó Carmaux—. Según parece, boga bien el barco español para
obligar a El Rayo a largar todo el trapo.
En aquel instante resonó en el mar una voz fuerte. Procedía del barco contrario.
—¡Ohé! ¡Barco sospechoso a babor!
El Corsario subió sobre la cubierta de cámara gritando:
—¡Venga la barra! ¡Hombres de mar, a la caza!
Solamente una milla separaba a ambos buques, pero los dos debían tener una
velocidad extraordinaria, porque la distancia no parecía acortarse.
Había transcurrido una media hora, cuando la cubierta del barco español se iluminó
rápidamente y una estruendosa detonación se propagó sobre las aguas. Un silbido bien
conocido de los filibusteros se oyó en el aire; después un chorro de agua saltó a más de veinte
brazas de la nave corsaria. Aquel cañonazo era la advertencia del buque adversario para que
no lo siguieran
El Corsario Negro se hizo cargo en seguida de la ruta.
—¡Señor Morgan, a proa! —ordenó.
—¿Comienzo el fuego?
—Todavía no. Vaya usted a disponerlo todo para el abordaje.
Página 34