—Y Morgan no le va en zaga —dijo Carmaux—. Si no es tétrico como la noche, el
otro no es mucho más alegre.
Entre las tinieblas resonó una voz. Descendía de lo alto de la cruceta del palo mayor.
—¡Barco a sotavento!
—¡Morgan, mande usted apagar las luces! —gritó el Corsario.
—Gaviero —volvió a decir el Corsario, ya en la oscuridad—, ¿por dónde navega ese
barco?
—Hacia el sur, comandante.
—¿Hacia la costa de Venezuela?
—Eso creo.
—¿A qué distancia?
—Cinco o seis millas.
El Corsario se inclinó sobre la pasarela:
—¡Hombres, a cubierta! —gritó.
Los ciento veinte filibusteros de la tripulación de El Rayo se colocaron en sus puestos
de combate. Era tal la disciplina en el barco, que podría considerarse desconocida aun en los
buques de guerra de las naciones más marineras. Sabía que sus jefes no dejarían impune una
falta por pequeña que fuese, y se las harían pagar con un pistoletazo en la frente o
abandonándolos en una isla desierta.
—¿Atacaremos esta noche a ese barco español, señor? —preguntó Morgan.
—¡Lo echaremos a pique! ¡Allá abajo duermen mis hermanos; pero ya no dormirán
solos!
—¿Atacaremos con el espolón?
—Sí, si es posible.
—¡Perderemos los prisioneros, señor!
—¿A mí qué me importa?
—¡Ese barco puede ir cargado de riquezas!
—¡Tengo tierras y castillos en mi patria!
—Hablaba por lo que toca a nuestros hombres.
—Para ellos tengo oro. Mande usted virar de bordo
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