Al ver al muerto, la tripulación que estaba escalonada, se descubrió.
Morgan, el segundo comandante, descendió del puente de órdenes y se dirigió al
encuentro del Corsario Negro.
—A sus órdenes, señor! —dijo.
—¡Ya sabe usted lo que debe hacer! —respondió el Corsario con rabia y tristeza.
Comenzaba a clarear con una luz pesada como hierro. El Corsario llegó al puente y
allí se quedó inmóvil. Su bandera había sido puesta a media asta, en señal de luto. Toda la
tripulación estaba en cubierta. La campana resonó en la toldilla de popa y la tripulación en
masa se arrodilló. En aquel momento parecía que la formidable figura del Corsario adquiría
gigantescas proporciones. Su voz metálica rompió de improviso el fúnebre silencio que
reinaba a bordo del buque.
—¡Hombres de mar! —gritó—. ¡Oídme! ¡Juro por Dios, por estas olas, nuestras
compañeras, y por mi alma, que no gozaré de bien alguno sobre la tierra hasta que haya
vengado a mis hermanos muertos por Wan Guld! ¡Que los rayos incendien mi barco y los
abismos los traguen a todos si no mato a Wan Guld y no extermino a toda su familia, así
como él ha exterminado la mía! ¡Hombres de mar! ¿Me han oído?
—¡Sí, comandante! —gritó la tripulación al unísono.
—¡Al agua el cadáver! —ordenó con voz sombría.
El contramaestre y tres marinos tomaron la hamaca con el cadáver y la dejaron caer.
El fúnebre bulto se precipitó entre las olas, levantando un chorro de espuma como una
llamarada.
De repente, lejos, se oyó otra vez el misterioso grito que tanto asustara a Carmaux y
Wan Stiller.
Ambos se miraron, pálidos como dos muertos.
—¡Es el grito del Corsario Verde llamando al Corsario Rojo! —murmuró Carmaux.
—¡Sí! Los dos hermanos se han encontrado al fondo del mar.
Un silbido les cortó bruscamente la palabra.
—¡Sobre babor! —gritó el contramaestre.
El Rayo viró de bordo, y volteó entre los islotes del lago huyendo hacia el Gran Golfo.
Las aguas se doraban ya con los primeros rayos del sol, y se extinguió de repente la
fosforescencia.
El día que siguió al entierro del Corsario Rojo fue tranquilo. El comandante no se
había dejado ver, había dejado el mando y el gobierno del buque a su segundo, Morgan, para
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