A las dos de la mañana, Carmaux, que iba delante del negro, oyó un rumor lejano que
indicaba la cercanía del mar. El Corsario hizo señas para que apresuraran más el paso y, poco
después, llegaron a una playa baja llena de plantas.
La oscuridad era muy grande, pues había una niebla densa que se elevaba de las
marismas que costeaban el lago.
Las crestas de las olas parecían despedir chispas y en muy pocos instantes trazos
grandes de mar, poco antes negros como si fuesen tinta, se iluminaban de pronto, como si en
su seno se hubiera encendido una poderosísima lámpara eléctrica.
—¡La fosforescencia! —exclamó Wan Stiller.
—¡Que el diablo se la lleve! —dijo Carmaux—. Hasta los peces parece que están de
parte de los españoles.
El Corsario, entretanto, miraba el mar. Como no distinguía nada, miró hacia el Norte,
y vio sobre el llameante mar una gran mancha negra que se destacaba entre la fosforescencia.
—Allí está El Rayo —dijo—. ¡Busquen el bote!
Carmaux y Wan Stiller se orientaron lo mejor que pudieron, pero no sabían dónde
estaban. Después de recorrer más de un kilómetro, lograron descubrir la chalupa, que la marea
baja había dejado entre la espesura.
Colocaron el cadáver cuidadosamente envuelto y le taparon el rostro. Inmediatamente
se hicieron mar adentro, remando con vigor.
El Corsario, sentado en la popa, frente al cuerpo del ahorcado, había vuelto a caer en
su tétrica melancolía.
La chalupa se de 6Ɨ