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—Caballero —dijo luego, deteniéndose—; usted me ha concedido la vida y yo me felicito de haberle podido prestar este pequeño servicio. Hombres tan valerosos como usted no deben morir en la horca y le aseguro que no habría perdonado al gobernador si usted hubiese caído en sus manos. ¡Vuelva usted en seguida a bordo de su buque! —Gracias, Conde —contestó el Corsario. Los dos nobles se estrecharon las manos cordialmente y se separaron quitándose el sombrero. —Ése es un hombre de una pieza —dijo Carmaux—. Si volvemos a Maracaibo, no dejaré de ir a buscarle. Se detuvieron unos cuantos minutos a la sombra de un gigantesco simaruba. Cuando estuvieron ciertos de que ningún español exploraba la campiña, avanzaron a escape, siempre bajo los árboles. Cuando llegaron a la cabaña encontraron al prisionero gemebundo. —¿Quieren ustedes hacerme morir de hambre? Prefiero que me ahorquen en seguida. —¿Ha venido alguien a rondar por estos sitios? —le preguntó el Corsario. —Señor, yo no he visto más que vampiros. —¡Anda! ¡Recoge el cadáver de mi hermano! —dijo el Corsario dirigiéndose al negro. Luego, se volvió hacia el prisionero y le cortó las ligaduras. —Eres libre, porque el Corsario Negro cuando promete algo lo cumple. Pero debes jurarme que cuando llegues a Maracaibo, irás donde el gobernador y le dirás que he jurado por el mar, Dios y el Infierno, que le mataré a él y a todo el que lleve el nombre de Wan Guld. Ahora, ¡vete, y no vuelvas! —¡Gracias, señor! —dijo el español, escapando con verdadero miedo. El Corsario se volvió a sus acompañantes: —¡Andando: el tiempo apremia! —apuró. CAPÍTULO 3 UNA BELLEZA FLAMENCA EN BARCO ESPAÑOL El Corsario y sus hombres, guiados por el africano, avanzaban a la carrera por el bosque, buscando alcanzar con prontitud la orilla del Golfo. Estaban inquietos por la suerte del barco, pues temían que el gobernador hubiera pedido ayuda a la escuadra del almirante Toledo. Página 28