—Sí, patrón —respondió el negro.
—¿Se podrá salir por el jardín?
—¡Eso espero!
—¡Pronto! —gritó Carmaux—. ¡La casa se va a hundir bajo nuestros pies!
—¡Estoy arruinado! —exclamó el notario.
A pesar de tener que llevar en vilo al notario, que no podía moverse de espanto, los
filibusteros llegaron en pocos instantes al borde del último tejado, junto a la palmera. Había
allí un jardín que parecía prolongarse en dirección del campo.
—Yo conozco este jardín —dijo el conde—. Pertenece a mi amigo Morales.
—¡Bajemos pronto! —apuró Carmaux—. ¡La explosión puede lanzarnos al vacío!
Apenas había terminado de decir esto, cuando se vio brillar un enorme relámpago, al
cual siguió un horroroso estampido. Inmediatamente cayeron sobre ellos trozos de maderas,
muebles deshechos, pedazos de tela ardiendo.
—¿Están todos vivos? —preguntó el Corsario.
—Eso creo —respondió Wan Stiller.
Pero el notario yacía desvanecido y hubo que arrastrarlo, para evitar que muriera
abrasado tras el incendio de su casa.
Ya caminaban hacia el muro que cercaba el jardín, cuando unos hombres armados de
arcabuces se lanzaron fuera de la espesura gritando:
—¡Quietos, o hacemos fuego!
El Corsario empuñó la espada con la diestra y con la otra mano se quitó la pistola del
cinto, dispuesto a abrirse paso; el conde lo detuvo con un gesto y adelantándose gritó:
—¡Cómo! ¿Acaso no conocen a los amigos de su amo?
—¡El señor Conde de Lerma! —exclamaron atónitos.
—Perdone usted, señor conde —dijo uno de los criados—; hemos oído una detonación
espantosa, y como sabíamos que los soldados cercaban en la vecindad a unos corsarios,
hemos acudido para impedirles la fuga.
—Los filibusteros han escapado ya; por lo tanto, ustedes pueden regresar. ¿No hay
alguna puerta en la tapia del jardín?
—Sí, señor conde.
—Pues, ábranla, para que mis amigos y yo podamos salir.
El conde guió a los filibusteros unos doscientos pasos fuera del jardín.
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